Paul Auster posee una de esas extrañas virtudes reservadas a los que alcanzan la frontera de lo extraordinario: hacer que lo complejo parezca sencillo. Hay algunos futbolistas, por ejemplo, que son capaces de trazar en medio palmo de hierba un regate aparentemente imposible, pero que ellos dibujan como si nada, sin que les tiemble el flequillo. Aunque haya un millón de horas de trabajo atrincheradas bajo el papel, los grandes hallazgos, al final, parecen algo natural. Porque los elegidos, los que de verdad esgrimen alguna destreza, prefieren ocultar las tramoyas detrás del escenario, para que no se vea demasiado el esqueleto de sudor que hay detrás de cada párrafo.
A la prosa de Auster le sucede algo de eso. La lees y tienes la sensación de que, simplemente, cada palabra y cada coma encajan exactamente en el lugar que les corresponde en el rompecabezas narrativo. Gran conocedor de las artimañas y la música del azar, el yanqui se desliza sin alardes gratuitos por esos engranajes de la vida que él atrapa de un plumazo, clavando la atmósfera sobre el texto. Una de esas obras que parecen escritas de tacón, como sin arrugarse el traje, es El Palacio de la Luna, novela en la que Auster nos regala uno de los grandes inicios de las postrimerías del siglo XX. Por una de esas singulares coincidencias que tanto le gustan a Paul Auster, hace unos días volvió a mis manos el libro protagonizado por Marco Stanley Fogg. Y, al releer por casualidad esa primera página, volví a descubrir, como un obsequio del azar, el hechizo del arranque de El Palacio de la Luna:
«Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quién era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida».
(Editorial Anagrama, traducción de Maribel de Juan)
¡Qué gran principio éste! y qué gran libro, si señor… «cosas extrañas»? naahh! jejeje! muy recomendable. 😀
nos leemos!
saludos!
Gracias por tus comentarios, Ada. Como diría el ratoncito Firmin, Paul Auster es sin duda uno de los grandes. Y este comienzo de El Palacio de la Luna es una prueba contundente. Nos leemos.
Gran libro para este verano. Me encanta como Marco Stanley Fogg se construye la habitación con los libros de su tío saxofonista y como, poco a poco, desaparecen los libros y desaparece todo lo que hay a su alrededor…. Solo un genio como Auster puede hacer esto creíble.
Gran recomendación, Luis