El simulacro se impone, desde hace lustros, en el arte. Da un poco igual si, en medio de una moderna galería, uno planta una tijera de capador, un meadero de pared, un arado romano o un reloj de cuco. Lo que de verdad marca la diferencia entre esos artilugios no es su belleza, ni su complejidad técnica, sino el discurso conceptual que uno se monta alrededor del cacharro. El mismo sendero han recorrido con provecho otras disciplinas, como la arquitectura, que alza edificios que son todo pellejo y muy poca chicha, aunque al inmueble se le adjunta luego un dossier con mucho argumento teórico que rellena los orificios que dejó el arquitecto sobre el plano.
Pero los que han elevado el simulacro a la categoría de lo absoluto no son ni los filósofos, ni los artistas contemporáneos, ni los arquitectos, ni siquiera esos escritores que ya poco importa lo que escriban, porque basan todo su márketing en las boutades que sueltan en las entrevistas pactadas (otro simulacro). Ni siquiera los guionistas de televisión, que se esfuerzan por lograr que en los llamados programas del corazón (que nada tienen que ver con la honrada ciencia de la cardiología), en un supuesto directo, unos tipos escasos de mollera intercambien improperios de alto voltaje a tantos euros la puñalada trapera. No, los que han llevado al límite de lo imaginable el simulacro son los llamados restauradores, vamos, los que antes se llamaban cocineros, con perdón.
Como ha denunciado, con un par de agallas, el fogonero Santi Santimaría, los cocineros de la estirpe de Ferran Adrià han acabado por vendernos, literalmente, humo. Humo deconstruido, eso sí, y posado sobre un lecho de finas algas. Que a un gallego le planten delante de la jeta un plato gigantesco con apenas cuatro láminas transparentes de percebe sobre la porcelana es poco menos que un insulto. Pero la afrenta nos la cuelan desde hace unos años en algunas cantinas de lujo, previo paso de la tarjeta de crédito por el largo morro del cocinero, digo, del restaurador.
No hace mucho, en un hotel de cinco estrellas en el que servían una pitanza de diseño para periodistas y otra gente de extrañas costumbres, me pusieron en una especie de cuchara doblada -¿sería cosa de Uri Geller, otro maestro del simulacro?- una rodaja de pulpo sobre una pizca de puré. Y, hombre, eso no se le hace a alguien que, de niño, ya veía a las pulpeiras deambular por su calle con sus cobres a cuestas. Allá en la infancia, para saborear un buen pulpo, se le pegaba una paliza contra la piedra del muelle antes de echarlo al caldero. Ahora, Adrià y sus secuaces agarran el cefalópodo y lo deconstruyen, que no tengo ni idea de lo que es, pero debe de ser algo mucho más chungo para el pobre bichejo.
Vivimos en la época del simulacro, ya lo dijo un tal Jean Baudrillard. No es ya que nos importe más lo que aparentan las cosas que lo que realmente son, eso parece que es una costumbre ancestral del Homo sapiens sapiens (que a menudo es más Homo que sapiens sapiens). Ahora hemos dado un paso más y lo que mola no es lo que las cosas son, ni siquiera lo que las cosas aparentan, sino lo que a nosotros nos apetece que sean. Creemos que podemos domesticar la realidad, y así nos va.
Va. Venga. Me meto. Creo que lo del simulacro no es un fenómeno que se le pueda achacar al artista. En contra de la opinión sostenida por los llenos de razón (los de «esto lo hace mi niño de cuatro años» y bla bla bla). Sea Duchamp o Marina Abramovic los que expongan un meadero o una mesa repleta de objetos punzantes, lo que desvirtúa la obra es el pesado armatroste conceptual que les cuelgan los especuladores del arte, que precisan encontrar una razón para hinchar precios y, en no pocos casos, traficar con arte y blanquear dinero. La obra en sí cumple su función: es un pensamiento hecho materia, es un concepto que, pensado y extendido, puede hacer que la sociedad avance (y ahí están «pirados» como Stelarc o Cronenberg, preguntándose sobre biónica y humanidad, casi nada). Aunque también hay timadores, com en todo, pero al ser éste un negocio basado en lo intelectual, parece que es más fácil que te den el palo. Creo que es algo similar lo que ocurre en la ccina. Vivimos tan deprisa y comemos tan mal que los platos tradicionales nos saben a gloria, pero si nos quedásems estancados ahí, sería insoportable. además, me parece que tenemos todavía fronteras mentales instaladas en el gusto (de papilas gustativas) y en la vista. Pero como en todo, hace falta estructtura y saber por qué pagamos lo que pagamos, si lo que pagamos nos hace abrir la mente, y nos sorprende (cosa que un lacón con grelos no va a hacer, no es esa su misión) o, simplemente, nos vacía el bolsillo y nos manda pa casa con cara de bobos. No sé. Creo que hay que respetar la vanguardia siempre que nos respete a nosotros, que no nos dé veneno y se abra y se haga accesible dentro de sus posibilidades. Si no, es elitismo burdo, esnobismo y poco más. Creo que en «Ratatouille»explicaban bastante bien este tema. Seguramente mejor que yo. Un saludo!!!
Hola, Andrés, siento la tardanza en entrar al trapo del comentario, pero como se supone que ando de vacaciones, tengo el chiringuito algo descuidado. Estamos de acuerdo en lo básico, lo que sucede es que, primero quería tender un poco a la provocación para animar un poco el cotarro y, segundo, el post tampoco da para más. Ya era bastante largo como para entrar en mayores matizaciones. A mí me encanta el arte contemporáneo, pero creo que entre Marcel Duchamp y algún timador que anda suelto por ahí media un abismo. Lo de la concina de vanguardia tendré que revisarlo, como me aconsejas, con Ratatouille.
Un abrazo y gracias por el comentario