Helsinki. De nuevo en el café más bonito de Helsinki, que no es otro que el Engel. Su entrada ya avisa de que se accede a un local con muy acusada e irrepetible personalidad, no a un sitio cualquiera. Las impresionantes tartas –carísimas- que reciben al visitante animan a dar el paso siguiente para encontrase en el doble espacio rectangular y luminoso (a ello ayudan los tres grandes espejos) con multitud de mesas para dos personas.
Este es un punto de encuentro y de larga, muy larga, charla de amigos, aunque a tenor del paisaje humano mejor sería decir de amigas. Fuera, el enorme edificio del Senado y los tranvías pasando y haciendo retumbar suavemente suelo y paredes.
No hay gritos, ni jolgorio, pero sí conversaciones animadas y algunas risas. Da la impresión de que los finlandeses, recatados en otras situaciones, aquí se sueltan relajadamente. Eso sí, como en todas partes apenas se ven móviles, el par de personas que los usan lo hacen con cierto disimulo y, por supuesto, a nadie se le ocurriría usarlo para llamar o recibir llamadas, descortesía supina latina desconocida por estos parajes.