Estocolmo. Reconozco que mi sueco no es muy bueno: le he dicho al taxista que quería ir a Bryggtargatan y me ha soltado, sin que lo supiera, en Birger Jarlsgatan. Así que no he tenido más remedio que echarme una mochila al hombro, otra ponérmela por delante y empezar a andar hacia el Instituto Cervantes con casi 20 kilos de material pesado sobre el Camino de Santiago. ¡Espero que el Apóstol me lo tenga en cuenta! Y así, en otro día gris, he cruzado todo el centro haciendo lo que hacía la multitud que lo abarrota: saltando cuanto semáforo en rojo se interponía en mi itinerario mientras de vez en cuando se escuchaba algún claxon de los muy abundantes coches que avanzan a ritmo lento.
Pero llegué, claro. Con tiempo de sobra para la comida y ya no digamos para la conferencia ante varias decenas de profesores de español. Por suerte, Carmen Martínez, andaluza que da clases en Oulu (Finlandia) y que parece que le da repelús hablar de las lenguas minoritarias españolas y preferiría verlas convertidas en dialecto, y que ahora comparte mesa, se dedica a hablar de trivialidades y no pontifica de esto o de lo otro. Quizás también sea que, a pesar de su notable juventud, va aprendiendo a estar en los sitios.
El restaurante donde comemos a uña de caballo porque han tardado lo suyo en traernos la pitanza es muy bueno y está abarrotado, como todo el centro de Estocolmo. Además, ha empezado a llover con fuerza y quien más y quien menos ha buscado refugio y se ha puesto a cubierto. El coordinador de las actividades del Cervantes, buen conversador con un pie en Japón y que es el que acaba echando mano a la cartera, advierte de que en Suecia abundan los pequeños hurtos. En eso se diferencia este país del que conocí en 1973, cuanto a nadie se le ocurría tocar algo que no fuese suyo, y si se le ocurría era, con gran probabilidad, latino. ¿Tiene tal cambio algo que ver con la desorganizada inmigración? Nadie se atreve a decirlo así a las claras, y las personas mayores como yo o incluso más recurren a eufemismos del tipo «es que esto cambió mucho». Todo apunta a que la inmigración, per se, no aumentó la pequeña delincuencia. Y que sí lo hizo, sin embargo, el modelo cultural: no se integró, no se asimiló, a esas gentes venidas de fuera. Se aplicó la compleja y siempre discutible plantilla multicultural y se respetaron módulos anacrónicos. Y así, impartiendo clases en el idioma nativo sea este ucraniano del sur o somalí del norte, hemos llegado adonde hemos llegado: hay que vigilar los objetos personales exactamente igual que en España. Lo cual es un claro atraso, por supuesto.
Bueno, lo de la multiculturalidad responde a ese buenísmo ke solo sirve para que en los países que el espacio público no es laico, las costumbres religiosas se confundan con la cultura y anden discriminando, y para que la gente que no proviene de países democráticos tenga derecho a desconocer los derechos y deberes de una convivencia democrática.
Lo de los robos, es la anécdota…
Bicosss!!!!
Es que las grandes ciudades de Europa se han vuelto de cabeza para abajo. Sin embargo, hay sitios donde aún se conoce y reconoce como por ejemplo en Tynset, una aldea de unos 5000 mil habitantes en el centro de Noruega donde abundan las casas y fincas del siglo 17 y 18 y la vida tiene un ritmo más lento. Se recibe a cierta cantidad de inmigrantes y éstos o se adaptan a la vida cotidiana aquí o mudan a la capital. Entonces, es todavía posible vivir en paz entre los vecinos y con confianza. Así recuerdo igualmente mi primera y hasta pocos semanas mi única visita a A Coruña y sus alrededores especialmente, por supuesto sus alrededores. Será interesante ver si todo cambió o si reconoceré el idilio y la bellaza de entonces.
Tal cual.
Todo cambia, Britt. A Coruña también, claro. Pero yo siento más que haya cambiado Suecia: ya no es el paraíso social de los años 70.