Helsinki. Helsinki es una ciudad gris con una parte vieja -donde manda el modernismo- que ya apunta las maneras racionalistas que se van a consolidar y popularizar en la segunda mitad del siglo XX: casas uniformes de altura, ventanas austeras y del mismo tamaño, calles muy anchas y todas ellas perpendiculares y paralelas. Aquí estoy para dar unas conferencias sobre el Camino de Santiago. Hace frío pero la gente bulle. Todas las mujeres jóvenes, con muy escasas excepciones, de negro desde los pies hasta su rubia cabellera. Docenas de comercios y un buen número de áreas cubiertas y casi escondidas se convierten en los destinos ocasionales, aunque haya cosas que un finlandés medio no puede pagar. Las botas, por ejemplo, raras de encontrar de 200 euros para abajo (bueno, las de niño se pueden conseguir por 100). Todo eso está ahí para los rusos, los nuevos ricos del norte, que los fines de semana cruzan la frontera porque no se fían ni un pelo de la calidad y garantía de lo que se vende en su país y se embarcan en San Petersburgo.
Pero, ¿cómo puede vivir un finlandés si los sueldos con poco más que en la España precrisis y los precios resultan disparatados? 900 euros el alquiler de un piso medio de 70 metros cuadrados en las afueras, 4 euros aparcar una hora en el centro, 2,5 el tranvía (billete de 2 horas), nunca menos de 50 euros comiendo lo barato en un restaurante, por encima de 40 euros ir al aeropuerto en taxi…
Eso, ¿cómo viven?
La respuesta es sólo una:
Austeramente.