Caión. La villa marinera de Caión es un lugar recurrente para mí. No ahora, desde que La Voz de Galicia se ha instalado en el escasamente agraciado polígono de Sabón y, por lo tanto, a un cuarto de hora del otrora pueblo de pescadores, sino desde siempre. Mis padres adoraban la Costa da Morte, y, aunque siempre se dijo que empezaba en Malpica, ellos hacían su paradita en Caión. Cierto que las cosas han cambiado, y arquitectónicamente para mal: el pueblo de bonito ya no tiene mucho porque han levantado edificios que aplastaron su espíritu marinero, pero el paseo marítimo, su cetárea, el puerto, la magnífica playa y la pista que se extiende hacia Baldaio son de sobresaliente y compensan con creces las modificaciones urbanísticas poco respetuosas con el entorno. Por ahí entró en el Viejo Mundo la cebolla, otra aportación -¡otra más!- de los franciscanos, que tuvieron en el lugar una comunidad hasta que se trasladó a A Coruña. Hoy queda su airosa iglesia dando fe de ello.
Además, está el Finisterre, la clásica casa de comidas de siempre con la especialidad en pulpo. Mujeres amables, precios muy adecuados y, en todo caso, si se descuelgan con marisco tienen la sensatez de cantarlos para que nadie se lleve sorpresas a la hora de pagar.