Caldey Island (Gales). Por lo general, cuando vuelvo a un sitio que me ha impresionado no suele gustarme tanto. No es que me esté haciendo mayor, sino que es algo que me ha sucedido siempre, y cuando uno escribe siempre lo que quiere decir es que ha habido excepciones.
Una de ellas la estoy viviendo hoy en Caldey Island. Empezamos la aventura en alta mar: el patrón se llevó por delante unas redes -y eso que una boya las señalizaba claramente- y quedamos a la deriva y sin tracción. No hubo que esperar mucho, cierto, para que otra embarcación se acercase por babor y las dos docenas de pasajeros -cuatro niños, sus madres y padres, y el resto tercera edad avanzada- pasamos como pudimos de una cubierta a otra. No había oleaje, claro está, pero incluso así debe calificarse de milagro terrenal el que ni un bastón cayera al océano.
Caldey Island está no sólo igual, sino mejor. Oficina de Correos, tienda, perfumería y monasterio -prácticamente todo lo que hay, más un hospedaje- muestran su mejor cara. En el café, estrecho como él solo, ofrecen lo mismo más una curiosa cerveza de gengibre que pasa por ser la única bebida alcohólica a la venta, 5 grados. Las mesas, todas al aire libre, asientan directamente sobre una hierba impoluta tanto al amanecer como, prácticamente, cuando a las 5 se cierra la isla y parte el último barcucho: lo que hay en el suelo es algún miniplástico y una -una colilla vieja.
Pero además, desde el faro ha sido creada una alfombra vegetal: una máquina desbrozó tres metros de ancho a lo largo de los acantilados sin tocar el suelo, así que no ha habido agresión, y para el verano próximo, con todo cerrado por helechos y ortigas, vuelta a repetir la operación.
La ruta es un cuadrado perfecto que permite observar las vacas de los monjes pastando en el borde de un acantilado que parece que las va a succionar. Giro aquí, giro allá y al visitante entra en el antiguo priorato, abandonado, con su piedra votiva del siglo IV, hoy con tejado, todo con un aire de misterio. Y pegado a él, en edificio insulso, el lugar donde acaban -acabamos- todos los que hacemos esa ruta, que es como decir la aplastante mayoría de los que desembarcamos cada día en la isla: la Chocolate Factory, minúsculo mostrador abarrotado con la cola de personal saliendo al aire libre, por supuesto: cuatro tipos de chocolate y una docena de fudges de sabores. Un excelente y dulce final. Una maravilla, Caldey Island.