Bodega de La Val. Me lio Ana, de Binomio, para ir hasta las bodegas de La Val, entre Salceda de Caselas y Salvaterra do Miño. Pura Denominación de Origen Rías Baixas, el popular albariño. Conocía la antigua bodega, la que estaba en O Rosal, pero no esta, que es, simplemente, enorme. El edificio en sí es -y lo digo por delante- la única crítica que podría hacer a la visita. Porque a mí no me gustan las cosas ampulosas, enormes, y este lo es, como se ve en la fotografía. Pero en fin, tenía hora y media larga por delante, vencí la pereza y arranqué. La cosa mereció la pena. Sabía que iba a encontrame por allí a amigos como Palmeiro, como Telmo, como Sole, como Carmen Parada (¡siempre hablando de proyectos de viajar, y lo curioso es que luego los cumple)…
Tuve la suerte de que me pusieron en la mesa con Fernando, el cerebro económico de la bodega y tipo muy afable, documentado. Me explicó por qué apuestan decididamente por la hostelería y no las grandes superficies comerciales, algo que me ha hecho reflexionar. Exportan, vaya si exportan. Y se trabajan el mercado con unos vinos interesantes que catamos allí mismo antes de la comida. Como tengo que reconocer que yo de vinos no entiendo mucho -aunque Ana, la propietaria del mesón O Tuno, en A Illa de Arousa, puede dar fe de que siempre pido La Val- los más elaborados y por lo tanto más caros son los que menos me interesan. En albariños me gustan los jóvenes, como el propio La Val, con su toque de carbónico, en detrimento de Arentei y el de la crianza sobre lías, de la misma bodega. Su equilibrio aromático y su paso en boca me dejan feliz y contento, y no necesito grandes complejidades.
No me lo dijeron, pero presumo que los problemas de la bodega son los de todas: su tamaño, reducido para acometer una exportación en grandes dimensiones. Pero eso sí que es calidad, amigos. Por cierto, la de la comida que nos sirvieron, también.