Cos. Estoy en Cos, un lugar mínimo al que se llega por el Camino Inglés tras dejar atrás un pequeño y precioso valle. La pendiente es mínima y de repente aumenta de manera notoria, para abrirse el paisaje. Y así me encuentro ante la iglesita de Cos, pequeña, acogedora… y ocupa por una pantalla que forma el cementerio. Un auténtico muro. Y no puedo menos que preguntarme si era necesario meter ahí a los muertos. Desde ningún punto de vista -religioso incluido, claro está- ese atentado contra el buen gusto está justificado. Podría hacerse el cementerio, ya que ahora nadie descansa para siempre en tierra, unos metros más allá, que no impida ver el edificio. Porque eso es lo que querían nuestros antepasados: que la iglesia que levantaron con tanto sudor en otros tiempos luzca hasta la eternidad. Pues nada, que no hay manera, oiga.