Durham. Durham es la ciudad de los pequeños, recónditos y acogedores cafés. Claro está que los hay con personalidad rutinaria como el Starbucks, pero incluso esos están llenos de gente. De dos tipos de gente, para ser más exactos: de jubilados y de estudiantes. Lógico también: el resto del personal está trabajando.
Al igual que los nórdicos, los británicos –al fin y a la postre, descendientes suyos- prefieren los cafés originales cuya decoración y mobiliario huye de lo vulgar pero no por el precio, sino porque de tan habituales y normales que son generan por sí mismos una atmósfera de estar en casa.
Tomemos el Durham (foto superior) como ejemplo. Hay que subir unas nada cómodas escaleras hasta un segundo piso. Y ahí, tras la puerta, la explosión de vida. Sin gritos, sin prisas, la gente tomándose su té por lo general acompañada de su scone. No hay una mesa igual a otras, quizás todas ellas compradas en una tienda de segunda mano. Sencillas flores naturales en todas. Un banco aquí. Cada lámpara con diseño distinto (¿También de segunda mano?). Un radiador en el medio que no debe funcionar bajo una mesita alta y redonda con un pequeño depósito de agua que se sirve cada uno.
Sólo desentonan las tres musulmanas que entran, una de ellas tapada de arriba abajo y a la que sólo se le ven los ojos. ¿Se darán cuenta de que si todos adoptáramos su cultura no existirían cafés como el Durham o como el Riverview (foto inferior), que es otra maravilla? ¿Comprenderán que o se integran o no pueden esperar más que rechazo? Pregúntenle a los suecos si no me creen.