Ponte do Porto. Corría el año 1966. Quizás uno menos, quizás no más. A mi madre, que falleció tranquilamente a los 92 años, le encantaba la Costa da Morte. Habíamos parado a comer en Ponte do Porto (entonces Puente del Puerto), y había parrochas. El dueño del bar intentó explicarle a mi padre que eran peces pequeños, sin duda porque encontrar turistas era muy raro entonces y pensaría que éramos extranjeros o como mínimo de la otra punta de España. ¡Aunque parrocha es palabra española!
Comidas las parrochas continuamos carretera y un kilómetro más allá paró nuestro 600. Los seis quedamos asombrados ante las torres de Cereixo, un gran pazo cuya grandeza queda resaltada porque se encuentra en una elevación, controlando la desembocadura del rio Grande (aquí llamado río Porto), aunque en realidad esto ya es Altántico. Mi madre siempre guardó aquella impresión, y nonagenaria recordaba Cereixo, donde había lamentado, y mucho, no haber podido entrar.
Hace 15 ó 20 años recibí una invitación del entonces dueño para visitar el pazo y publicar una página, igual que había hecho con el castillo de Vimianzo. Pero en aquel momento se puso fin a la serie y me quedé con las ganas.
Ahora, el sábado pasado y respondiendo a una convocatoria de la oficina de turismo de Vimianzo, estaba decidido a revivir las sensaciones de mi madre. Porque como dejó escrito el escritor inglés Terry Prachett, nadie muere hasta que las ondas que ha originado en su vida llegan a la orilla del estanque. O sea, mientras no cae en el olvido. Y yo no olvido a mi madre, claro está.
Y ahí entró en escena Adriana.