Vimianzo. Hace unos pocos años publiqué una página sobre el castillo de Vimianzo dentro de una serie sobre fortalezas de Galicia. Salió en el suplemento Fugas. Y llevaba un recuadrito donde se decía que en esa localidad coruñesa no había ningún restaurante emblemático, de tirón, bonito. Que Vimianzo nunca había sido referencia gastronómica. Ojo: no que no se comiera bien, sino que carecía de ese reclamo. Un Mar de Ardora, un As Eiras.
Y saltaron los de siempre, los que se creen con derecho de pernada, y hasta propusieron que me declarasen persona non grata. La cosa no pasó de ahí, desde luego alguien puso sentido común y no llegó ni a pleno ni nada.
De manera que el sábado pasado volví a Vimianzo algo desilusionado. Porque siempre fue una localidad que defendí a pesar de su urbanismo, no tan desastroso como otros pero que sin duda no llega al aprobado ni de lejos. Pero además de su castillo tiene dos pazos (uno en el casco urbano), un castro que está siendo excavado, unos penedos que si no llega a ser por un grupo de vecinos, con el escritor Manolo Rivas echando una mano muy en primera línea, hubieran desaparecido. Y encima vive ahí gente muy interesada por la historia y la arqueología. Lo dicho: siempre le tuve gran cariño.
¿Por qué volví? Porque vi en Facebook que su oficina de turismo organizaba, entre los muchos actos de este verano –ejemplar: copien otros concellos, muchos, de la zona y de Galicia- estaba una visita a las torres de Cereixo. Y la imagen de mi madre –fallecida- me vino a la cabeza. Pero eso lo dejo para mañana.