Bamburgh. En un día frío y claro llegué al hotel The Sunningdale, en Bamburg, una aldea mínima con más tiendas y establecimientos hoteleros que viviendas. Debe de ser un sitio muy turístico que vive de su enorme castillo, pegado al mar y que a mí me decepcionó: un pastiche de varias épocas con tuberías (¿aguas fecales?) a la vista, un mantenimiento más que defectuoso. Eso sí, los alrededores –dunas incluidas-, muy cuidadas.
Y a la sombra de ese castillo hay un espacio que es todo césped, grande, lugar de juegos y de encuentro. Dos niños ¡en manga corta! dan patadas a un balón a pocas millas de donde se inventó el fútbol. Y en paralelo al castillo, césped por medio, una hilera de bancos, cada uno de ellos con una placa recordando a alguien. Un auténtico cementerio con cadáveres de almas vivas. O quizás sea justo lo contrario: una hilera de vivos que miran cómo juegan los dos niños.
Nada nuevo tratándose de Inglaterra. Pero siempre me sobrecoge pensar en cómo aquí recuerdan a su gente. Y de repente me paro ante uno de esos bancos. Recuerda a Margaret Watson (1937-2013), que no tengo ni idea de quién fue y que daba sus primeros pasos cuando Hitler decidía poner en marcha su locura. Una niña que, claro está, ni se enteró entonces de aquella barbarie.
Su banco es como todos. Al acercarme puede leer la placa, que terminaba con esta frase:
Pasó aquí su infancia feliz
Y por primera vez en muchos años, los ojos se me llenaron de lágrimas.