Narahío. Por enésima vez he venido a O Eirexado. O sea, a un pequeñito núcleo de viviendas que se edificaron al lado de la iglesia de Santa María de Narahío, ayuntamiento coruñés de San Sadurniño. Arriesgándome con el tiempo -y me llovió- he parado donde paro desde hace 46 años, en los mismos lugares, siempre los recuerdos desde aquel lejano año en que acampé por primera vez con dos amigos a los pies del castillo, sierra de Forgoselo, leyendas de lobos en la atmósfera, un cierto miedo en los cuerpos, unos aullidos nocturnos que nos pusieron el corazón a topo hasta que descubrimos que eran perros y no de los agresivos.
Hablaba de todo ello en casa Eladio, donde es una lástima que no den comidas. Porque yo vi cómo los viejos escalones exteriores del campanario de la iglesia eran remachados con materiales innobles, mostrando ahora el aspecto que denota la fotografía inferior. Y yo vi cómo se construyó el bodrio de ladrillo que, decenios después, sigue como el primer día: esquelético y con un perro de caza con el encargo de ladrar a quien intente entrar. La Galicia del feísmo, vaya. Pero a pesar de todo, yo adoro Narahío.