Red Natura del río Tambre. Es muy temprano porque el reloj no ha marcado aún las 6.30. No veo nada en el exterior. El bosque es una masa negra compacta. Apenas caen unas gotas, después del diluvio de estos cuatro días pasados. Suelto un «¡Uf!». Porque hoy publico en La Voz de Galicia una doble página sobre el valor turístico de los pequeños puertos de Galicia que reúnen una condición: en tiempos pasados fueron muy activos. Por ejemplo, el de Corme, en la Costa da Morte, que antes de la guerra civil tenía más del doble de habitantes que ahora, tal era la actividad que allí se desarrollaba y en la que se incluía la exportación constante de madera. Ya sé que no tengo la culpa de que llueva o haga sol, pero siempre me da rabia recomendar sitios al aire libre adonde ir cuando caen chuzos de punta. Y que conste que cuando arrecia un temporal de los buenos, que suele ser por febrero, siempre me llego al menos en un par de ocasiones hasta la costa más salvaje para verlo en vivo y en directo, experiencia irrepetible. Hagan la prueba en los acantilados entre Lires y Fisterra.
Yo creo que a estos pequeños grandes puertos que cito hoy en el reportaje hay que llegarse con esa mentalidad de pensar en el pasado, en imaginarse allí como deben de haber sido. Porque ya no son, claro está. El urbanismo cuadrangular, casas de cuatro paredes para cuanto más arriba mejor y un tejado encima de todo, unas iguales a las otras, ha cambiado para siempre su fachada. El citado Corme es quizás el ejemplo más claro: un adefesio. Y el de A Guardia no muestra ni una casa interesante, fuera del hotel rodeado por el asfalto. Otros, como Baiona, han sabido preservar esa atmósfera casi medieval, y su casco viejo se merece un notable. Así es Galicia.