Oulu (Finlandia). Lo mínimo que puede decirse del tren que va de Oulu a no sé dónde vía Kuopio (ciudad en la que me bajaré) es que es siniestro. Cuando uno de los trabajadores de la estación me lo señaló me vinieron a la memoria aquellos viejos convoyes que me llevaban a Zaragoza en el curso 1968-69, y hasta el color, marrón grisáceo, semeja sucio. Viejo, sobre todo viejo.
Subir a él con una maleta de 30 kilos, como hago yo, es otra odisea. Hay que abrir la muy estrecha puerta, que se mantenga en su sitio y no se cierre, y luego escalar los dos peldaños, pequeños y altísimos, para llegar a la plataforma.
El interior cambia un poco, pero es una pasajera ilusión óptica que produce el verde inglés de las tapicerías. Sillones de aquellos de antes, con mucha experiencia en el arte de sentar a damas y caballeros.
Desde el andén había visto una cabellera femenina, por lo cual sabía que no estaba solo. La sorpresa fue cuando, al buscar mi asiento, compruebo que hay una decena de silentes seres humanos allí. No se oye ni una respiración. Nadie me mira y todos me ignoran. Nada personal, claro, porque lo mismo le pasa unos minutos después al siguiente, y al siguiente…
Así que hago lo de siempre. Camino muy despacio marcando cada paso con mis botas de montaña, causando un efecto tensionador. Nada, que a todo el mundo le da igual que pise o que esté parado. Tomo asiento y me pregunto si este ambiente de funeral va a acompañarme las cuatro horas y pico hasta Kuopio.