La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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No es el París, Texas de Wim Wenders. Ni tampoco el monumental y glacial París-París. Ni siquiera el París de aquel rali de tazas París-Dakar de Compostela que tantos hígados imberbes pulverizó. Es el París de la calle Real esquina a Torreiro. Si cierro los ojos veo la fachada del Cine París en una foto en blanco y negro de Vari Caramés. Todavía está en la esquina la juguetería Tobaris y un barquillero se pasea por delante de la taquilla con su invernadero portátil para barquillos a hombros.
Si abro los ojos —no por nada, solo para que no me echen encima una camisa de fuerza— veo todavía las letras doradas del Cine París en la fachada. Una reliquia que recuerda que aquí, de 1908 a 1999, estuvo abierta la que fue la sala más antigua de España en funcionamiento. Ahora ha vuelto a ser lo que ya fue en 1907: una tienda de ropa. No es ya, claro, el salón de moda Villa de París, que retrató Pedro Ferrer en una foto maravillosa. Los tiempos cambian que ya ni Bob Dylan les sigue el paso y el Cine París es un flamante local de Pull & Bear. Aquella sala estrecha e imposible del París es la planta cero, Chica, y está de rebajas. Hay calcetines a 4,99 el par.
El tiempo, si tiene algo, es un punto coñón. Y por eso justo en aquel lateral derecho del antiguo París, en un metido desde el que era físicamente imposible atisbar si quiera un fragmento de pantalla, sí, en aquella legendaria fila de los mancos de la que cuentan los viejos del lugar proezas sexuales de ciencia ficción, justo ahí, precisamente ahí, están ahora los probadores de la planta femenina. Lo que habrían dado aquellos mancos vocacionales por asomarse aunque solo fuese un segundo detrás de estas cortinas.
—¿Este es el bus de Betanzos?
—No, hombre, esta es la sesión de cinco del París. ¿Está usted ciego o qué?
—Pues la verdad es que sí. ¿Me puede usted contar de qué va la película?
El vacile, seguramente tan irreal como las maniobras amatorias de la fila de los mancos, se estilaba cuando en el gallinero del París el público, más que a ver la película, se dedicaba a lanzar cáscaras de pipas, chicles babados y otros misiles teledirigidos a los pollos pera de la platea.
El gallinero es ahora la planta uno, Chico, y también vende calcetines a 4,99 y zapatos a 29,99. Al gallinero ya no se sube por aquella escalera tortuosa donde lucían las fotos de las estrellas del celuloide (aunque, según recuerdo, en los últimos tiempos las fotos que te encontrabas eran las de Marisol y Pili y Mili, que creo que no tenían nada que ver con Mili y Vanilli, a pesar de tener un cierto toque fake). Ahora al gallinero, que ya no es el gallinero, se sube en un moderno ascensor acristalado con vistas al callejón donde las Viudas regentaban La Traída. Vaya mala uva gastaban. Pero las Viudas, por supuesto, se merecen un capítulo a parte en esta crónica apócrifa de esa Coruña que entre todos vamos inventando con nuestros recuerdos.
La planta uno, Chico, conserva en su interior el otro cartel de la fachada, aquel letrero que lucía sobre un fondo pintado de azul muy claro.
Recuerdo todavía la última sesión del París. Eran las 22.45 horas del 17 de octubre de 1999. Cincuenta masoquistas nostálgicos nos reunimos allí para celebrar el oficio de difuntos de la sala. Proyectaron La guarida, un bodrio con Leam Neeson y Catherine Zeta-Jones. La película (ejem) de Jan de Bont no hacía honor al siglo cinéfilo del París, así que, cuando pasada la medianoche, los espectadores salimos al tibio octubre coruñés respiramos casi tan aliviados como Zeta-Jones y Neeson al huir de la mansión encantada de La guarida.
Poco que ver con la programación que anunciaba, allá en 1911, el pionero Eduardo Villaderfrancos al presentar su proyecto cinematográfico para el París: «Las sesiones serán exclusivamente de cine, nada de atrocidades ni varietés». «El programa será morrocotudo», sentenciaba la cartelería.
En el CGAI conservan, entre otras piezas rescatadas de la sala, la antigua campana del vestíbulo con la que se avisaba al público del inicio de la sesión, unos diminutos espejos de mano que se regalaban a las espectadoras y el primer proyector con el que Isaac Fraga recorría los pueblos de Galicia a lomos de un caballo con bocina.
Al bajar del gallinero, planta Chico, tropiezo en la escalera con el fantasma del acomodador que, linterna en mano, busca algún cinéfilo que acomodar. En la calle ya no está el barquillero de Vari.