«Algunos entran muy tarde en el teatro de la vida, pero cuando lo hacen parece que entren sin brida y directos ya hasta el final de la obra. Ése fue mi caso. Y hoy puedo afirmarlo con toda seguridad. La representación empezó la mañana en la que mi mujer me entregó una carta que acababa de llegar de Suiza, una invitación a participar en un congreso literario sobre el fracaso». Aire de Dylan, Enrique Vila-Matas (Seix Barral, Barcelona, 2012)
Entre dos párrafos de sobrecogedora (y poética) belleza transcurre la nueva novela de Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan, en la que el escritor barcelonés ahonda todavía más en su implacable empeño de forjar una única obra en la que los sucesivos títulos acaben finalmente entrelazados entre sí.
El autor —sin duda el más arriesgado, inteligente e innovador de las actuales letras españolas— regresa aquí a algunas de sus obsesiones habituales, como la enfermedad (en este caso asciende un peldaño más y liquida directamente a Lancastre, el escritor muerto con el que se puede identificar al propio Vila-Matas), la vida como proceso de demolición (en la estela del omnipresente Scott Fitzgerald), y la siempre tortuosa relación entre padres e hijos, narrada a través de la invasión de la memoria del joven dylaniano Vilnius por parte de su padre, el difunto Lancastre.
Sostiene Vilnius en la página 45 de Aire de Dylan: «Las cosas tienen que ser tal como son y tal como han sido siempre; quiero decir que las grandes cosas están reservadas para los grandes, los abismos para los profundos; las delicadezas y estremecimientos para los sutiles; y desde luego, todo lo raro para los raros». Vila-Matas logra reinventarse una vez más en esta novela y sobrevive sin un solo rasguño en el fuselaje a los vaivenes y contradicciones que genera todo renacimiento, toda reconstrucción o reinvención, precisamente porque es uno de los grandes, porque ha explorado los abismos desde la profundidad, porque al mismo tiempo destila hondura a partir de una prosa sutil y levemente shandy, y porque, desde su irreverente heterodoxia, es un raro entre los raros, en el más saludable y británico sentido de la palabra rareza.
En uno de sus relatos más descarnadamente redondos, El perseguidor, el gran Julio Cortázar nos cuenta el ensayo previo a la grabación de un disco de jazz en el que coinciden en un estudio de Cincinnati Miles Davis y un saxofonista llamado Johnny Carter (sospechosamente parecido a Charlie Parker). Cortázar planta en los labios del indómito Carter una insondable carga de profundidad sobre la elasticidad de los tiempos del arte: «Esto ya lo estoy tocando mañana».
La frase, como todas las paradojas, encierra una gigantesca verdad. Y tras leer el último y estremecedor párrafo de Aire de Dylan podemos afirmar también que Vila-Matas ya está escribiendo mañana.