La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Hasta que en 1903 el diplomático británico Roger Casement remitió al Foreign Office su demoledor Informe sobre el Congo, Europa mantuvo cerrados sus ojos cómplices ante las despiadadas prácticas coloniales de Leopoldo II, rey de los belgas, en el territorio africano con el que le habían obsequiado (a título personal) las potencias occidentales. Sobre el Congo, como sobre el Putumayo, había caído la infalible maldición de la riqueza natural. En este caso en forma de caucho, la materia prima de la que se nutría a principios del siglo XX la desbocada maquinaria de la revolución industrial. Por supuesto, su explotación recayó en las manos de empresarios occidentales, que exprimieron hasta la última gota de las caucherías y de la población indígena, que, como pago por su trabajo, sufría torturas, violaciones o, sin mayores rodeos, la muerte.

Antes de convertirse a la causa del independentismo irlandés, Roger Casement se dejó la salud investigando y documentando los crímenes incontables de Occidente en el Congo. Podemos leerlo, en formato novelado, en El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, o directamente en el informe de Casement recuperado por el sello coruñés Ediciones del Viento en La tragedia del Congo.

Hasta ahí, los hechos, la historia, la realidad tangible de un colonialismo demencial que ha dejado África exhausta y con algo más que cicatrices sobre su piel. Pero que, más de un siglo después de las denuncias del cónsul británico, sentemos a Tintín y Milú en el banquillo para que un tebeo pague por aquellas atrocidades, suena más a un desmedido afán por implantar la corrección política en todos y cada uno de los rincones de la cultura que a un análisis riguroso de las viñetas de Tintín en el Congo, que el propio Hergé fue puliendo año a año para matizar la visión de la obra original.

Puede que la Justicia plante en el cómic una pegatina advirtiendo de que el contenido no es apropiado para menores, como ya sucede, sin ir más lejos, con algunos discos del irredento Nick Cave. Pero si dejamos que los apologetas de lo políticamente correcto expurguen con los ojos del siglo XXI miles de años de cultura, tendremos que renunciar a los nada correctos (pero inmensos) Homero, Shakespeare y Cervantes.