Del profundo abismo de los dogmas políticos, de vez en cuando resurge un clásico: «las ONG son la cara bonita de la privatización de unos servicios sociales que deberían ser prestados por el estado«. Amén.
De esta generalización absurda (y cómplice por cierto de la verdadera y masiva privatización… pero a grandes empresas) que niega el trabajo diario y la filosofía de la mayoría de las organizaciones de la sociedad civil que exigen a las administraciones públicas que cumplan su obligación de liderazgo y supervisión, escribíamos hace un par de años en el vigente ¿Desprecia la izquierda a las ONG que luchan contra la pobreza?
Hace unos días planteaba en redes sociales una pregunta a profesorado y alumnado de Trabajo Social, Educación Social, Integración Social… ¿Es ético ningunear o generalizar ideológicamente en las clases a ONG de acción social (o de cooperación), negando su papel imprescindible en el sistema público de servicios sociales o de defensa de derechos… aún sabiendo que al hacerlo se está perjudicando gravemente la futura inserción laboral del alumnado?
Mientras hacía esta pregunta, no dejaba de pensar en el esfuerzo y ejemplo que la delegación gallega de Emaus Fundación Social ha hecho en los últimos años para desarrollar el Modelo INCLUE. Su concepto de «discapacidad social» y su apuesta por una atención de calidad en la atención a las personas en situación de exclusión social severa. Implicando desde el principio tanto a nivel político como técnico a la administración pública autonómica y municipal y a organizaciones con la misma filosofía.
Pueden descargar el informe de este proceso aquí, pero me gustaría resumirles los doce principios a los que llegan (página 66) para asegurar una intervención de calidad.
1. Apostar por la activación, desde una concepción multidimensional de la inclusión.
Del mismo modo que en el ámbito de la discapacidad se pasó de un modelo médico o rehabilitador a una concepción social que hace hincapié en el carácter excluyente de las estructuras sociales y en la necesidad de adaptar esas estructuras a las características de todas las personas, reconociendo y valorando su diversidad, en el ámbito de la inclusión es también necesario desarrollar un modelo de «discapacidad social« que, sin dejar de lado los factores individuales relacionados con los procesos de exclusión e inclusión, promueva la modificación de las estructuras sociales que generan desigualdad.
El entorno laboral, el educacional, el social y la vivienda, las políticas generales y las actitudes de toda la ciudadanía son co-responsables de los procesos de exclusión y, por tanto, parte activa de su solución. Esto afecta a todos los ámbitos públicos y privados, a todas las administraciones y a las instancias privadas, como la patronal, los sindicatos, medios de comunicación, etc.
Aun reconociendo la centralidad del empleo remunerado como elemento básico para la inclusión, es preciso reconocer la necesidad de trabajar otros elementos distintos de la empleabilidad (salud, vivienda, relaciones personales, etc.). Esto implica que el acceso al empleo remunerado no debe siempre considerarse como el objetivo básico de toda intervención y que cabe apostar por una concepción amplia de la empleabilidad, que reconozca el valor inclusivo del voluntariado, el cuidado a otros miembros de la unidad familiar, las actividades artísticas o, incluso, el ocio.
2. Derecho a una intervención de calidad.
Al margen de la regulación legal que en un momento dado pueda existir en una Comunidad Autónoma determinada, un modelo inclusivo de atención a las personas en situación de exclusión social debe tender a asumir que la percepción de apoyos para la inclusión constituye un derecho de las personas en situación de exclusión social. De ello se deriva que la provisión de esos apoyos –bien directamente, bien mediante entidades concertadas− constituye una responsabilidad de las administraciones públicas, no sujeta a discrecionalidad. Desde el punto de vista de la prestación del servicio, esto implica además la necesidad de garantizar la calidad del mismo, y de establecer los sistemas adecuados de inspección, acreditación y determinación de estándares.
3. Reconocimiento y respeto de los derechos.
El diseño de los programas y las intervenciones debe estar enmarcado en el reconocimiento de los derechos que asisten a las personas usuarias de los servicios sociales. Además de sus derechos básicos y fundamentales (a la igualdad, a la no discriminación, etc.) o de los derechos que el sistema de protección social les reconoce (a una prestación de garantía de ingresos o a unos servicios de apoyo para la inclusión social y laboral), las personas, en tanto que tales, deben poder también ejercer en la práctica el derecho a la dignidad, la privacidad y la intimidad, la autodeterminación y la autonomía, la capacidad de elección, o la satisfacción y la realización personal.
4. Individualización, autodeterminación y control.
Uno de los retos fundamentales de un modelo innovador y de calidad en el ámbito de la inclusión social radica en cómo promover la autodeterminación de las personas y su control en relación a los servicios que se les prestan, en la línea de modelos como la atención centrada en la persona o la vida independiente. Ello hace necesario promover un modelo de intervención que tenga en cuenta los condicionantes estructurales de la exclusión, y no se centre exclusivamente en los aspectos individuales de la misma, desde una concepción meramente rehabilitadora de la intervención social.
Más difícil resulta modificar las estructuras e inercias organizativas para garantizar que las personas atendidas tengan un mayor control a la hora de decidir el contenido de las intervenciones, establecer los objetivos de las mismas y evaluar sus resultados.
El acompañamiento individualizado se configura en ese sentido como una herramienta esencial para el desarrollo de este enfoque, en la medida en que puede combinar el derecho a la autonomía y el control de las personas que participan en los programas con la supervisión técnica de los procesos de inclusión por parte de los profesionales referentes de cada caso.
5. Perspectiva de género.
El principio de individualización hace inevitable la adopción de una perspectiva de género que tenga en cuenta en todas las fases de la intervención –diseño de los programas, articulación de los recursos, atención directa a las personas, evaluación de las intervenciones, etc.− las diferentes circunstancias que pueden rodear a mujeres y hombres en situación de exclusión.
La búsqueda de una igualdad real entre mujeres y hombres exige que las medidas y actuaciones diseñadas para la inclusión social se realicen a partir de una perspectiva transversal, que haga hincapié en los diferentes contextos vitales que hombres y mujeres tienen por el simple hecho de serlo. Ello obliga a adaptar los servicios a elementos tales como la posible presencia de responsabilidades familiares, el mayor impacto de los aspectos relacionales en los procesos de exclusión de las mujeres o la relación entre género, exclusión social y salud mental.
6. Desinstitucionalización, vivienda con apoyo y atención en la comunidad.
En el ámbito de la atención a los menores, las personas mayores o las personas con discapacidad, se ha aceptado la necesidad de que los servicios de alojamiento no se presten en centros residenciales de carácter institucional y de gran tamaño, sino en unidades de convivencia, viviendas tuteladas o con apoyo, y otros recursos residenciales ubicados en entornos comunitarios.
En el ámbito de la exclusión es todavía frecuente sin embargo el recurso a equipamientos aislados, institucionales y/o de gran tamaño, en los que el abordaje individualizado de la intervención, así como la autodeterminación y el control por parte de las personas usuarias resulta sumamente difícil, frente a la preponderancia de las necesidades organizativas. Un modelo de calidad debe por tanto basarse en la provisión de servicios de alojamiento en viviendas ordinarias, integradas en la comunidad, desde las que se puede prestar a las personas atendidas los apoyos necesarios.
La apuesta por un modelo comunitario de atención exige también basar las intervenciones en el aprovechamiento de los recursos comunitarios –comerciales, culturales, de ocio, etc.− de la zona en la que esas viviendas están ubicadas. Este enfoque exige también apostar por la búsqueda de alternativas de integración laboral en el mercado ordinario de empleo –con los apoyos necesarios y de forma más o menos gradual−, en detrimento de las fórmulas de empleo especial o protegido.
7. Reducción de daños y servicios de baja exigencia.
En el ámbito de la salud pública se ha aceptado el paradigma de la reducción de daños, renunciando a una concepción lineal de los procesos de inclusión. Asumir este paradigma en el ámbito de las políticas de inclusión tiene dos consecuencias: desarrollar programas y equipamientos orientados fundamentalmente a evitar un mayor deterioro de las personas en situación de exclusión, aplicando criterios de baja exigencia en el acceso y en la utilización de los mismos; y renunciar a la idea de que toda intervención ha de ser necesariamente escalonada y lineal, y que el acceso a soluciones residenciales independientes sólo tiene sentido como culminación de un proceso previo de inclusión.
8. Apoyos para la calidad de vida.
La mayor parte de los elementos que se han señalado hasta ahora están presentes en el modelo de apoyos, autodeterminación y calidad de vida desarrollado en el ámbito de la discapacidad. La traslación de este modelo al ámbito de los servicios para la inclusión tiene, al menos, dos implicaciones:
La calidad de vida –tal y como la experimentan y definen las personas atendidas− se constituye como regla de oro de la intervención, en paralelo al objetivo de inclusión social. Si bien es cierto que no siempre pueden aplicarse a los servicios para la inclusión social las mismas bases conceptuales que se aplican en el ámbito de la discapacidad, el objetivo de la calidad de vida requiere un protagonismo mayor del que hasta ahora se le ha dado.
Por otra parte, el modelo de apoyos –estrechamente vinculado a la individualización de la atención− implica un cambio en la forma de concebir la intervención de los profesionales, cuya labor ha de centrarse preferentemente en la provisión de apoyos para la mejora de la calidad de vida y para la inclusión social de las personas atendidas.
9. Coordinación interinstitucional y continuidad de la atención.
Un modelo innovador y de calidad en el ámbito de la inclusión social debe articularse de forma que se garantice la continuidad de la atención y la coordinación de todos los agentes que intervienen, desde distintos ámbitos, con un mismo caso, a partir de un modelo de coordinación centrada en la persona.
10. Participación, ciudadanía activa y coproducción.
Cualquier modelo eficaz de trabajo en el ámbito de la inclusión social debe basarse en la participación de las personas, tanto en la definición de su proceso de inclusión, como en la gestión de los centros y recursos en los que participan. En ese sentido, no cabe duda de que implicación personal y participación social son mecanismos interrelacionados cuyo efecto mejora las posibilidades de autonomía personal e integración relacional.
El reto se centra en la búsqueda de herramientas que permitan empoderar a las personas en situación de exclusión social, capacitarlas, para generar y utilizar conocimientos de manera activa y eficaz de forma que puedan superar la barrera que les impide participar activamente en la sociedad, tomar el control de sus propias vidas y, en definitiva, convertirse en ciudadanos y ciudadanas autónomas.
11. Implicación de las entidades en la comunidad.
El trabajo de las entidades que prestan servicios para la inclusión social sólo puede resultar plenamente efectivo si estas entidades están presentes en el tejido social de los territorios en los que operan; si son capaces de participar activamente en las redes comunitarias y de influir en el debate público sobre la exclusión y la desigualdad, haciendo visibles las necesidades de estas personas y su derecho a recibir los apoyos que precisan para la inclusión.
12. Práctica basada en la evidencia y evaluación continua.
Cualquier modelo eficaz de intervención en el ámbito de la exclusión social debe estar basado en la evidencia científica y debe recurrir a intervenciones, prácticas, programas o enfoques cuya efectividad haya sido demostrada. Para ello cabe recurrir a las herramientas que tradicionalmente se han asociado al paradigma de la práctica basada en la evidencia –como los diseños experimentales o las revisiones sistemáticas de la literatura científica− sin olvidar, en cualquier caso, la necesidad de integrar en estas investigaciones y evaluaciones la voz de todos los agentes (incluyendo profesionales y usuarios).
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