La Voz de Galicia
Hablando de riqueza, pobreza, exclusión y con quienes no quieren quedarse al borde del camino
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Una de las consecuencias más tristes de la parálisis solidaria en la que se encuentran muchas organizaciones sociales, cuando no  tienen claras su misión ni sus valores, es caer cada vez más en la limosna a cualquier precio, aún a costa de la dignidad de las personas a las que se dice querer ayudar.

Vuelve el asistencialismo. El sentar un pobre a nuestra mesa, como decía la película de Berlanga.

Es un honor que hoy escriba sobre este tema Luis Barreiro, profesor en la Escuela Universitaria de Traballo Social de Santiago de Compostela, experto reconocido pero sobre todo uno de mis mejores amigos.

Gracias Luis.

 ¡Vuelven los 70! El asistencialismo como protagonista social

A mediados de los noventa me encontraba, de forma sorpresiva, presidiendo la Cáritas de mi ciudad. Con veinte y pico años, escasa trayectoria y menor conocimiento sobreviví a la experiencia con dignidad… poco más. En aquel momento el debate interno giraba en torno al asistencialismo versus promoción.

La práctica asistencialista tenía una larga trayectoria y no parecía posible renunciar a recoger muebles viejos o juguetes usados, aunque acabaran en un almacén sin que nadie supiera muy bien que hacer con ellos. Los vales para el comedor social o el pago de bombonas de butano no parecían poder ser sustituidos por nada… en fin: la entidad parecía condenada a repetirse a si misma sin alterativa posible. Aquellos hombres y mujeres bienintencionados que se sentaban en torno a una mesa camilla para decidir cuánto dar a quién, muchas veces con un juicio moral como acompañamiento, no podían ni imaginarse que su tiempo hubiera pasado.

La promoción era cosa de los jóvenes, que los había en abundancia, se despreciaba el asistencialismo por una cuestión de valores, se renunciaba a lo arcaico pero aun no se había podido plantar una alternativa eficaz. La promoción venció en el plano de las ideas y nos lanzamos a diseñar programas y más programas. Abandonamos los muebles viejos y los juguetes inservibles, a regañadientes mantuvimos otras acciones esperando descubrir nuevas maneras de hacer las cosas que también las volvieran obsoletas… creímos vencer.

Han pasado casi veinte años y el asistencialismo ha vuelto para quedarse.

Hace un tiempo leí un titular de la organización que un día presidí: “Trabajábamos hacia la integración social, y ahora lo hemos abandonado” En otras palabras el asistencialismo se había comido toda la energía organizativa.

¿Qué ha pasado en estas dos décadas? ¿Por qué la opción que había vencido en el plano de las ideas salió derrotada en el incontestable mundo de los sentidos?

Me atrevo a dar cuatro claves de porque este “revival” de los 70. Quizás sea útil a quienes miramos estas acciones desde la barrera, puede que con un cierto aire de superioridad. Las entidades que trabajamos desde la resiliencia y por el empoderamiento podemos sentirnos como actores secundarios formados en academia celosos del actor principal, sin talento, pero con éxito en taquilla.

1) Inmediatez: El asistencialismo es el aquí y el ahora: doy alimentos a quienes lo necesitan. Sin filosofías de fondo, sin diseño de proyectos. Es una economía de guerra. Dado que hay una crisis a la que vencer enviemos tropas al frente, demos fusiles y a las trincheras, o lo que es lo mismo, repartamos ropa y comida y abandonemos los proyectos de desarrollo comunitario.

El error está en que en las guerras, una crisis puede entenderse como tal, las victorias también se obtienen en el campo de la investigación: entre 1939 y 1945 la aerodinámica, la medicina, el envasado de alimentos, los materiales de construcción… avanzaron más que en las tres décadas anteriores. Para vencer hay que innovar, diseñar y ejecutar. El asistencialismo renuncia a ello, por eso no ayudará a vencer esta crisis, simplemente la acompañará.

2) Espectacularidad: El asistencialismo hace un inteligente uso de lo lúdico: mediante cenas, conciertos, mercadillos solidarios… visualiza sus acciones, recauda fondos, fideliza personajes populares… en definitiva, todo por los pobres pero sin los pobres.

Este despotismo ilustrado de lo social celebra con los incluidos pero nunca lo hace con los excluidos. Sorprendentemente nadie parece haberse dado cuenta de que resulta paradójico llenar restaurantes a favor de personas que nunca entran en ellos. En palabras de Bob Geldof (lúcidas y por ello sorprendentes), a raíz del éxito de los conciertos Live Aid: “mi único mérito es haber hecho del hambre un espectáculo”.

3º) Simpatía: (o los voluntarios: esas almas puras): El asistencialismo ha encumbrado a los voluntarios como la quintaesencia de la solidaridad. De hecho sus acciones no requieren de técnicos ni de graduados: todos estos años de trabajo en la formación diseñando ciclos superiores de integración social o de animación sociocultural, grados en trabajo social o educación social, parecen inútiles: basta con voluntarios que recojan, apilen y distribuyan.

Las entidades asistencialistas obtienen premios y reconocimientos que habitualmente le son vedados a organizaciones que trabajan por la integración social: la visibilidad de sus acciones, su voluntarismo… cala en la opinión pública. Son organizaciones queridas. Si se me permite yo no tengo interés en querer a mi fontanero (yo al menos no) espero que sea eficaz. Lo mismo podría decir de mi compañía telefónica o de los gestores públicos. No se trata de que nos quieran, se trata de que seamos eficaces.

Competir por el cariño de la población es suicida: visualizar nuestra eficacia es el reto.

4º) Lo cuantitativo: “¡atendimos 25.936 personas en 2012!”. El asistencialismo es imbatible en lo numérico. Su idea de “atender” puede reducirse a dar un kilo de arroz o una prenda de ropa o referirse a atenciones continuadas pero sus números son apabullantes

Las descripciones de las actuaciones asistencialistas están siempre llenas de cifras… pero casi nunca de resultados.

El asistencialismo tiende a la fidelización de “usuarios” no a la liberación de personas: su filosofía parece ser la de “cuantas más personas atendemos más grandes somos”. La respuesta debe ser la medición de resultados: nadie confiaría en un Hospital que se vanagloria de que sus residentes son los que pasan más tiempos encamados pero donde apenas hay altas.

En definitiva: innovación, uso de lo lúdico sin caer en contradicciones, visualización de la eficacia y medición de resultados… para empezar.