La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Fin de semana pasado. Oporto, Optimus Primavera Sound, actuación de Blur. Primeras filas. Desfase de euforia. Chillidos de placer. Pequeñas avalanchas. Fans cantándote There’s No Other Way a gritos en la oreja. Un vaso de cerveza volando y salpicando. Sorprendentes estallidos de pogo. Una pareja fotografiándose con Damon Albarn de fondo. El fan que supera el 1,80 plantado como una roca inamovible. Histeria colectiva. Una chica de unos 16 años escoltada por unos padres maravillosos. Y tú en el medio. Sin problemas. Se ha venido a eso, a hacer el fan. A sentir el sudor, arquear una sonrisa y botar hasta que las piernas aguanten al son de esa música maravillosa. Esto no es un teatro. Es un festival. Son sus reglas. O las tomas o las dejas. Y tomarlas resulta muy placentero. Definitivamente, la experiencia compensa. Pop en estado puro. La pasión supera a todos los comentarios hechos desde la superioridad moral de los supuestos entendidos. Que se queden atrás frotando la barbilla y sentando doctrina.

Sin embargo, en medio de la escena surge un obstáculo irritante. Un tipo saca un Ipad, lo levanta con las manos por encima de su cabeza y se dedica a grabar el concierto con él. Si, sí, ahí plantándolo en medio de todo el mundo. El artilugio va mucho más allá del móvil que, aunque a veces pueda molestar, se sobrelleva. Supone cuatro veces su tamaño. Como si alguien situase una carpeta justo delante de tu campo de visión. Te encuentras detrás, empiezas a ver al concierto tras esa pequeña pantalla. Luego a esquivarla. Más tarde, enfadado, a intentar soportarla como si no existiera. Que no te impida estar a lo que hay que estar: al concierto. Imposible, el cacharro ese del demonio posee una especie de imán hacia tus pupilas y tu atención. Hasta que optas por moverte unos metros. Pero allí te encuentras a otro tipo con el mismo procedimiento. O peor: este graba con su tablet a las pantallas de vídeo, no al escenario. Estoico, resiste las embestidas como si se tratase de una misión, un tanto absurda pero una misión. Y logra que el estado de irritación permanezca. Te entran ganas de decirle algo, como cuando el vecino de arriba poner la tele tan alta que retumba su Home Cinema en el techo de tu casa. Pero no lo haces.

El tema resulta conflictivo. Y se empieza a imponer una cierta opinión contraria y generalizada a esas grabaciones en los conciertos. Igual que se machaca al cedé o se discute sobre la acústica de ciertas salas por inercia, también se echan pestes de los móviles y sus usuarios. Curiosamente, ayer Diego A. Manrique hablaba de ello y de cómo muchos artistas empiezan a ponerle coto al tema. Rompo una lanza al respecto. Gracias a esos “registradores del pop” podemos disfrutar en Youtube de instantes maravillosos inmortalizados para siempre. Todos tiramos de ellos. Sin salir del bolo de Blur en Oporto, vean esto por ejemplo. Yo mismo, sin ir más lejos, a veces grabo alguna canción con el teléfono de los conciertos de Retroalimentación para luego colgar en el blog. De ese modo, algunos han podido conocer el maridaje entre TAB o Jorge Ilegal, algo que de otro modo se perdería para siempre. También suelo fotografiar al grupo que estoy viendo y lanzo la imagen por las redes sociales con un pequeño texto. En el último Festival do Norte, fui más allá y lo comenté, actuación a actuación, por mi cuenta de Twitter a modo de experimento periodístico. Habrá a quien le guste y a quien no. Los últimos lo tienen fácil: dejar de seguirme. No pretendo causar molestias.

Ahora bien, lo de espetarle al de atrás un Ipad resulta ya excesivo. Sinceramente, me importa bien poco los motivos que llevan a alguien a ello: si es por quedar de guay con sus amigos en el Facebook o si lo hace para elaborar un sesudo un documental sobre la sociología de los festivales. Con el tiempo uno ha desarrollado, especialmente en este tipo de eventos, un alto grado de tolerancia. A mí con tal de que no me molesten, el resto me da igual. Si la gente va a dejarse ver, a descubrir nuevas bandas para incorporar a su vida, a presenciar solo un concierto o a reafirmarse en su condición de personaje cool es cuestión suya, no mía. Sin embargo, reconozco el florecimiento de instintos destructivos en mí en la situación descrita en el segundo párrafo, solo comparables a las del público hablando en voz alta durante los conciertos o el tipejo sin camiseta que te restriega su sudor en medio del tumulto. La experimenté el pasado fin de semana por primera vez. Ni se me pasaba por la cabeza que algo así se llevase a la práctica, pero veo que ya se ha convertido en una auténtica epidemia. Ojalá decaiga poco a poco. Y el sentido común autorregule un comportamiento realmente odioso.