La pasada noche fue la “noite de meigas” o, más conocida con la Noche de San Juan en la que, según la tradición, se encendieron miles de hogueras para acompañar la “noche más corta del año” (con permiso de los astrónomos que nos dirán que fue hace ya tres días).
No he podido evitar, por lo que luego explicaré, relacionar estas mágicas hogueras con el famoso libro de Ray Bradbury “Fahrenheit 451”. En esta maravillosa y escalofriante novela, cuyo título se corresponde con la temperatura exacta en la que el papel se inflama y arde, se describe un mundo de pesadilla en el que la lectura ha sido totalmente prohibida por el Estado, y los bomberos se dedican a quemar libros.
Desgraciadamente, a lo largo de nuestra historia, tenemos varios ejemplos de un comportamiento similar en los gobiernos. Y es que la cultura se ha visto siempre por algunos como un bien que hay que controlar y restringir a una minoría, a fin de que una gran mayoría pueda ser fácilmente dominada en la ignorancia.
Afortunadamente, en nuestra Constitución se protege como un derecho universal: su artículo 44.1 dispone lo siguiente:
“Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho.”
Sin duda, uno de los principales templos a la difusión y democratización de la cultura han sido y son, por supuesto, las bibliotecas. En ellas se garantiza el acceso efectivo a este derecho con independencia del nivel social o económico de los ciudadanos.
Y aquí viene el motivo de la relación que establecía a la noche de ayer con el mundo literario ya que, durante estos días, estamos impartiendo desde el despacho un curso intensivo sobre Derecho de propiedad intelectual y contenidos digitales para bibliotecarios del Ayuntamiento de La Coruña.
Este curso, como viene siendo habitual en cualquier experiencia formativa en la que participamos, nos da la opción de aprender mucho y de reflexionar sobre el actual estado de nuestro derecho de acceso a la cultura y en su fuerte colisión con otros derechos como los de propiedad intelectual de los propios bienes culturales.
Y, para ser más concretos y en referencia a nuestras queridas bibliotecas, la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual (LPI), realizada en el 2006, afectó de modo importante a su derecho de préstamo.
Dicho derecho se define en el artículo 19.4 LPI como “la puesta a disposición de los originales y copias de una obra para su uso por tiempo limitado sin beneficio económico o comercial directo ni indirecto, siempre que dicho préstamo se lleve a cabo a través de establecimientos accesibles al público.”
Dicha reforma afectó al artículo 37.2 LPI, especialmente en lo referente al segundo párrafo que reproduzco a continuación:
“Asimismo, los museos, archivos, bibliotecas, hemerotecas, fonotecas o filmotecas (…) no precisarán autorización de los titulares de derechos por los préstamos que realicen.
Los titulares de estos establecimientos remunerarán a los autores por los préstamos que realicen de sus obras en la cuantía que se determine mediante Real Decreto. La remuneración se hará efectiva a través de las entidades de gestión de los derechos de propiedad intelectual.”
Esto supone, ni más ni menos, que la creación en nuestro derecho del llamado “canon de préstamo”, el cual no existía previamente en nuestro país ya que las bibliotecas estaban exentas de pago alguno por este concepto.
Afortunadamente, dicho canon no se traslada al usuario, lo que supondría otra nueva barrera de acceso a la cultura para aquellos con menos recursos, pero sin duda supone una carga que limita la nunca suficiente capacidad económica de nuestras bibliotecas para su fundamental labor de adquisición, conservación y difusión de la cultura.
Desde luego no es un debate sencillo, pero con todas estas reformas que se están haciendo en los últimos años a fin de defender a ultranza los derechos de propiedad intelectual frente a lo que se presenta como “la enorme amenaza del nuevo mundo digital” (“Ley Sinde” incluida), se corre el riesgo de limitar el importante derecho universal de acceso a la cultura.
Con Internet como primer referente actual en la localización del acerbo cultural de la humanidad y mientras esperamos por el reconocimiento del derecho de acceso universal a la Red de redes así como la garantía de su neutralidad, no estaría mal seguir conservando y defendiendo a quienes han desempeñado este rol durante siglos de manera paciente y silenciosa: nuestras bibliotecas, las cuales tienen aún un principal papel que cumplir en esta magna tarea.
No puedo evitar pensar que lo contrario nos llevaría al aciago mundo de Fahrenheit 451.
No lo permitamos.
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