La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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A finales del año pasado se editó un caja recopilatoria de cuatro cedés de Jorge Drexler, bajo el título de 30 años. Se lanzaba, obviamente, para conmemorar tres décadas de canciones del uruguayo. A mi hogar no llegó en Navidad, época para la cual se había diseñado como un regalo perfecto. Lo hizo con retraso, esta semana. Y me ha proporcionado unos días de placer sostenido en el tiempo, con los discos pegados al reproductor del coche en jornadas de mucha conducción. Porque esa música y esas canciones aparecen ahí con su engañosa simplicidad, se enredan en tus pensamientos y sientes la agradable necesidad de seguir y seguir viviendo con ellas. Incluso dentro de ellas.

La caja para el fan medio de Drexler supone un descubrimiento y un reencuentro. En el primer caso reconforta comprobar que aún existían más joyas en esa trastienda en la que él fabrica sus canciones. En el segundo caso, sentir que lo que un día enamoró no solo sigue conservando su poder de seducción, sino que lo incrementa con el tiempo como clásicos de la música en castellano.

Malabarista de la palabra, arquitecto del sonido y esteta de la canción, Drexler se encuentra en ese punto exacto entre la emoción y la perfección. Sus canciones -falsamente simples, insistimos- llegan a uno como gestos precisos y elegantes de una persona a la que, aparentemente, no le cuesta nada hacerlos. Esas composiciones destilan la mejor de las elegancias y la más deseada de las bellezas. La que es simple, sin estridencias y sin necesidad de llamar la atención. La que se materializa ante ti y te hace sentir mejor cuanto más te acercas a ella.

Estos días viví en su repertorio y como si de pronto me diera cuenta de que Good Vibrations de los Beach Boys era aún más buena de lo que recordaba, me deleité (y me asombré) con Todo se transforma, una de las piezas más célebres de su carrera. Como si tirásemos de las imágenes de un fantasioso ovillo de lana que se deshace, todo ese fluir de palabras malabares dispara la dopamina, incrementa la felicidad y hace que uno se sienta totalmente enamorado de la música.

Resulta inevitable rodar la película en la mente, con euros traídos de Italia, labios rojos y copas de vino. En mi filme hay una escena particularmente bonita que se desarrolla de este modo: «Zapato que en unas horas buscaré bajo tu cama / Con las luces de la aurora junto a tus sandalias planas / Que compraste aquella vez en salvador de bahía / Donde a otro diste el amor que hoy yo te devolvería». Escuchando todo ello en la cadencia precisa de Drexler (un poquito más lenta, un poquito más clara, un poquito más bonita) y flotando sobre ese colchón electroacústico, pellizca la fibra y te hace soñar. Todo para llegar a una enseñanza casi filosófica de la vida: «Cada uno da lo que recibe, luego recibe lo que da, nada es más simple»

Y en ese momento crees que alguien te ha dado la llave para entrar en un mundo absolutamente mágico. El de la música masajeando la vida misma. Dejando que fluya libre el bienestar. Y creando un lugar maravilloso del que, a veces, uno desearía no volver jamás.