La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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(Por favor, léase escuchando el tema al mismo tiempo)

Puede parecer una coña, pero resulta rigurosamente cierto. Salvo algún local orzanero que clavaba el ¿Qué puedo hacer? entre su menú de radiofórmula, en 1996 era prácticamente imposible encontrar un pub de A Coruña en el que pusieran a Los Planetas. Aquí el ambiente underground miraba hacia un sitio muy diferente que a la explosión indie que existía en otros puntos de España. Y, en muchos casos, existía una verdadera hostilidad hacia ese tipo de sonidos. Sin embargo, entre mi grupo de amigos de la universidad (estudiábamos fuera pero éramos todos de A Coruña), los granadinos se convirtieron en algo así como un símbolo. Sentíamos esa sensación inexplicable de escuchar algo que solo se podría entender con verdadera militancia de fan, una vez sumergido en ese universo inescrutable para la mayoría. Es decir, era el mundo el que estaba equivocado, no nosotros, que veíamos en aquel Super 8 nuestra vida secuenciada en un puñado de canciones. La oposición lo hacía más excitante, si cabe.

Un día, hartos ya de la situación e impulsados con ese descaro que se tiene a los veinte años, yo y un compañero bajamos de copas con el cedé del Super 8 en el bolsillo. Fuimos a uno de los locales roqueros de la ciudad, el desaparecido Fun House (hoy Casa Italia, en la Ciudad Vieja). Pedimos que nos pusiera el disco. El pinchadiscos, que era un tipo encantador aunque bastante lejano a nuestra sensibilidad (le gustaba más el Second Coming de los Stone Roses que el Stone Roses, por situarlo), se dejó embaucar por la descripción sonora de lo que le entregábamos. Nos preguntó “¿Cuál pongo?”. “¡La diez, la diez!”, le dijimos. Y allí, entre Janis Joplin y Jimi Hendrix sonó -gloriosa, excitante, tremenda- La caja del diablo. ¡El germen de Spacemen 3 instalado en el bastión del rock ortodoxo! La cara del pincha era todo un poema. Con todas las letras escritas en su gesto decía: ¿Pero qué demonios pasa aquí?. «Espera un poco, que ahora es cuando empieza a molar», le contestábamos, preparándonos para la estampida de baterías de Paco. Las cejas en el local se arquearon y yo y mi colega, extasiados, celebramos aquel pequeño momento de placer estúpido, arrogante y maravilloso.

Por supuesto, el tema no llegó al final, pero el estallido resultó tremendo. Luego, con el tiempo, todo cambiaría, pero mmmm… que agradable sensación aquella.