La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Grabar en analógico, usar instrumentos de época, editar en vinilo… La liturgia rock está llena de lugares comunes en los que se acude en la búsqueda de la pureza y la autenticidad. Todo para alejarse de ese devenir de los tiempos que, en ocasiones, desvirtúa la esencia y el sentido de todo ello. Si se fijan, hasta los grupos más modernos, en cuanto tienen algo de dinero y medios, se refugian en lo supuestamente «verdadero».

No ocurre así, sin embargo, con las salas de conciertos, el lugar natural del rock, donde muchos aprendimos a disfrutar de la música en vivo golpeándote en la cara, como debe ser. Estas cada vez están más devaluadas en favor del formato “rock en el teatro” o el inevitable festival, creando algo inaudito: una generación de aficionados a la música que, pese a contar con varios fibes y summercases en la mochila, apenas pisan las salas de su ciudad.

Al modelo teatro/auditorio se le otorga el plus de la calidad sonora y la comodidad. Al de festival el factor pack, es decir poder ver 20 grupos por el precio de uno (aunque… al final termines viendo 15 minutos de 5 grupos) y, como no, el buen rollito de pasar un fin de semana fuera de casa. Entre ambas modalidades, que hace un década eran la excepción y ahora empiezan a ser la norma, se está arrinconando a las salas a ser meros receptores de bandas pequeñas o medianas, en el caso de ser nacionales. Ello es debido a que el formato teatrero y festivalero cuenta, por lo general, con dinero público y/o de fundaciones, y con su proliferación se ha generado una guerra de promotores para lograr artistas, que no ha hecho sino disparar cachés de bandas a un precio que ninguna sala, que no cuente con una subvención pública (es decir, ninguna), puede pagar.

Una vez consumado el fenómeno, cada vez en mayor aumento, se puede encontrar con casos que hablan por sí solos. Pongamos un ejemplo. En el verano de 2003, Pj Harvey ofreció un único concierto en España. El lugar elegido fue el auditorio de Salamanca, con asientos numerados, azafatas y pulcritud máxima. Llegada la hora salió la artista y arrancó con los acordes arrastrados de To Bring You My Love. El orden, el silencio y la numeración duraron exactamente un minuto.Todo el mundo se levantó y el concierto termino siendo “de pie”, con gritos, sudor y ardor. Y es que, afortunadamente, el rock punzante y carnal, no se puede domesticar en un teatro.

El club, la sala, la oscuridad… una guitarra eléctrica nunca va a respirar mejor que ahí.