No, no he venido a hablar de mi libro, La música no es lo más importante (aunque si quieres saber algo de él, puedes pinchar aquí). Pero sí de lo que me ha pasado en una entrevista que me hicieron respecto a él. Después de una tanda de preguntas me quedé un rato charlando con el entrevistador. Me comentó que mientras lo leía paraba para escuchar algunas de las canciones que mencionaba. Me dijo que le había gustado especialmente la de Moonlight Shadow (un tema clave en el relato), que había sido todo un descubrimiento para él y que la escuchaba continuamente.
El tema de Mike Oldfield es junto a Tubular Bells su mayor éxito, y todo un clásico del pop de los ochenta. Una de esas canciones que se ponen como ejemplo de la perfección. Rara es la persona que haya vivido aquellos años que no haya caído nunca a los pies del tema. Por eso, extrañado, le pregunté la edad al chaval. «Tengo 21», me dijo sonriendo. Y lo entendía todo. Pero, además,me quedé pensando en lo maravilloso que debe ser tropezarse con un tema así sin haberlo oído nunca antes e iniciar un bucle infinito de placer.
En mi caso ese primer contacto fue en la infancia, constituyendo uno de los primeros flechazos pop de mi vida. Era una canción tan absolutamente maravillosa que no había modo de escapar a su embrujo. Desde su rueda inicial, que dibuja una suerte de espiral, uno siente como si se colase en un paraíso melódico en el que la voz de Maggie Reilly enamora. Todo fluye. Los ecos. Los coros que la difuminan. Las paradas. Y, mmmm, ese estribillo tre-men-do. Como el mejor pop discurre sin aparente esfuerzo, como un fácil ejercicio de una gimnasta a la que le sale todo sin derramar una gota de sudor. Como ocurría con The Supremes en los 60. O como con Kylie Minogue en el arranque de siglo. La armonía es total.
El tema, que según el autor tiene referencias al asesinato de John lennon, es el eterno bombón guardado en una caja que no sabes cuándo se va a abrir. Si en una emisora de clásicos ochenteros, un anuncio de una colonia, un hilo musical de un centro comercial o en la lectura del volumen de un cuarentón que se replantea su relación con la música. Sea como sea, el que un chico de 21 se enamore de ella de ese modo certifica su vigencia, su condición icónica y su valía más allá de modas y coyunturas. Feliz de que así sea y -¿por qué no decirlo?- un poco envidioso de quien llega virgen a un placer tan intenso como él.
Quien no recuerda ese memorable con concierto en la playa de Santa Cristina. ¡Apoteósico!