Hay un tipo de melómano en España -hombre, entre 40 y 55 años, educado en la idea central del rock auténtico- que está muy preocupado porque “todo valga”, que la gente “escuche de todo” y que, aún por encima, tenga la osadía de decirlo públicamente. La cosa ya se recrudece si quien lo hace es periodista o tiene una tribuna con alcance suficiente para ello.
Últimamente ese personaje, que ve que incluso en su mundo ya hay gente que no comulga con ese desprecio, se ha vuelto muy violento en lo verbal. En plan doy un golpe a la mesa, necesita decir alto y claro que parte de esas elecciones son, con perdón, “una puta mierda”. Algunos incluso sienten la presión insportable de que “ahora no puedes decir ni siquiera que el reguetón es una mierda”. Porque sí, el reguetón -¡un género con más de 20 años de antigüedad!- y el trap son el coco, el “uh, uh, uh, que viene el hombre del saco”, el árbol que no deja ver el bosque. Lo mismo que le ocurrió a generaciones anteriores con la música disco, la electrónica o el bakalao.
Nada como tener un gran enemigo el que verter el odio para reafirmarse en lo de uno. Mientras tanto, y aunque la historia nos haya demostrado mil y una vez que es un error, seguimos despreciando en bloque géneros al completo como “horteras”, tirándolos a la basura en lote por “su baja calidad” y poniendo esas barreras fuertes de personalidad que luego tanto cuesta derribar. Pasó con el rock and roll, cuando puso patas arriba el mundo en los años 50. Ocurrió con la música disco, cuando se adueñó de las radios y llevó a los melómanos auténticos a organizar quemas públicas de discos y todo. Sucedió, cómo no, con el punk que desafió todas las reglas de lo que era tocar bien y hacerlo dignamente, en favor del nervio la urgencia
Y también ocurrió con el techno, el bakalao, el bum latino de los noventa y, si me apuran, hasta con el indie ruidoso de los noventa. Todos provocaron ese odio. Esa violencia con la que se responde a lo que parece un ataque a los sagrados cimientos de una música que enrocada en su pureza termina por ser casi una caricatura. Y se agarra a lo que haya. Sean unas declaraciones de James Rhodes diciendo que no entiende el éxito de Bad Bunny o sea cualquier artista consagrando mentando despectivamente el uhhh reguetón. Que la cosa no va de que le tenga que gustar a la gente o no. Solo de no despreciar a la gente que lo escucha, no situarse por encima de ella y no derramar odio de una manera tan absurda. Luego, si quieren darse una alegría al cuerpo bailándolo, ya es una opción personal.