(Texto publicado originariamente publicado en el libreto de «Popcorner, 30 años viviendo en la era pop». Lo recupero hoy porque Alex Cooper se despide de los escenarios para siempre este 9 de noviembre. Solo queda desde aquí agradecerle tantas buenas canciones y tantos grandes conciertos que, en muchos, tuvieron una influencia tremenda)
De repente me vi ahí. Saltando como si estuviera poseído por algún extraño virus musical. Gritando hasta lastimar la garganta. Dejándome llevar por el movimiento de una chavalada entusiasmada. Poco conocía de ese ambiente. No era consciente de lo que se podía sudar en una pequeña sala de conciertos. Torpe, acudí con un polo negro de cuello vuelto y un chaquetón marinero cruzado. Aplasté mi flequillo hacia delante. Era lo más mod que me podía permitir entonces. Sudé mucho. Muchísimo. Me contagié totalmente de aquella euforia. Noté que algo estaba cambiando dentro de mí. Formaba parte de una extraña sensación de poderío colectivo. Aquel era mi sitio. Ahí estaba cómodo. Era 1992.
Los Flechazos habían hecho diana años antes en A Coruña, mi ciudad. En las discotecas de tarde para adolescentes ponían sus temas de continuo. Desde los más probables, como “La reina del muelle” o “La chica de Mel”, a otros que respondían más bien al capricho de un disjockey convertido en un mini-hit local, como “El surf de la botella”. Las canciones de la banda aquí resultaban tan conocidas como las de Hombres G, Duncan Dhu o Los Inhumanos. Un caso extraño. También un desahogo para quinceañeros despistados como yo que, por inercia, malgastaban sus sábados buscando un pedazo de emoción bajo la bola de espejos. Aquello llegaba como un caramelo.« ¡Esto lo conozco yo!», «¡Esto me gusta a mí!», «Estos son mods, ¿sabes? ¿quieres que te lo explique». No, a las chicas les interesaba más lo que decía aquel tipo que se parecía a Dylan, el de Sensación de Vivir.
Había otro mundo. Había oído hablar de ello. En él los conciertos de Los Flechazos en el Playa Club tenían fama de legendarios. Iban muchos jóvenes uniformados «con parkas verdes». Eso se decía. Me tiraba. Me atraía. Me lo imaginaba. Pero esta vez no lo iba a escuchar en boca de otros. No. Lo iba a vivir. Aunque fuera solo. ¡Ya estaba bien! Lo recuerdo perfectamente: 31 de octubre de 1992. Volvían al Playa. Lo hacían de un modo especial. Quince días después actuaban en un recinto grande, dentro de un concierto compartido que servía para inaugurar la autopista A Coruña-Vigo. ¿El problema? No podían tocar antes por cuestiones contractuales. Pero en la legalidad encontraron un hueco: un pase promocional revisando solo “En acción!!!”, su trabajo recién editado. La entrada, gratuita. No iban a ganar dinero. Sentían que debían el detalle. Con el Playa y con esa ciudad que los adoraba.
Para los fans veteranos resultaba, en cierto modo, un fastidio. «Solo van a tocar las nuevas». Pero los pardillos sin criterio, los que habíamos memorizado las letras haciendo playbacks furtivos frente al espejo, lo veíamos con total claridad: se trataba del mejor disco de Los Flechazos. Sin duda. Lo íbamos a escuchar encadenado en vivo. Una tras otra. Pim, pam, pum. A los 17 no había lugar para las poses resabiadas. Solo ganas de meterse dentro de esa música que sonaba en la habitación continuamente. Y allí, apretujado, con el sudor retorciendo el cuello de cisne y el chaquetón atado a la cintura sentí que había entrado directamente al paraíso. Vibrante. Feliz. Joven y jubiloso. Se abría un capítulo en mi vida. Ahora esta iba a empezar a molar de verdad.
El Playa Club de aquel entonces no contaba con un camerino tras el escenario. El grupo tenía que hacerse camino entre el público. Eso molaba. Recuerdo la imagen de Álex y su guitarra Rickembaker con el resto del grupo haciéndose camino entre los fans. Sonriente. Recibiendo palmadas en la espalda. Hasta entonces solo lo había visto en fotografías. Ahora era real. Con gestos. Con esa ropa de época que trasladaba a otra era muy lejana en el tiempo. Todo perfecto. Sobre el escenario el efecto resultaba total. Apretujados, casi empotrados en las tablas, con los fans a un palmo de distancia. Entusiasmo abajo. Excitación arriba. Comunión total.
En cuanto sonó el Hammond con “A toda velocidad” se produjo el estallido. «¡Boom!», como en los cómics. Resulta realmente difícil ir más allá de las onomatopeyas para casos así. De los mil y un momentos en los que podría descomponer mi juventud, sin duda aquel “A toda velocidad” goza de trato preferencial. Que a un chaval de 17 años, entre la arrogancia, la inseguridad y la búsqueda de sí mismo, le entreguen un verso como «vuestra intolerancia no va a borrar los sueños que no borra ni el paso del tiempo» supone un regalo. Que se lo pongan frente a los ojos, a todo volumen y en formato cápsula-al-margen-de-todo como aquel día, un privilegio. Subido a lomos de ese torbellino, sentí que me quería quedar ahí de por vida. Aullando pop. Levantando el brazo como la extensión misma de esa mueca de placer que cantaba «¡No puede parar, nadie puede parar!». Elevándome unos centímetros del suelo gritando: «¡Sé que todo vuelveeee a empezaaaar!». Saltando hasta perder la noción de en dónde estaba, proclamado: «¡Mañana quisiera volver a nacer, para el mismo error poder cometeeeer!».
Melodías a flor de piel. Electricidad surcando el sistema nervioso. Erupción total de un corazón pop. No importaba en ese momento que el mundo estuviera bajo los efectos de la sacudida grunge o que el bakalao atronase de fondo para los rebeldes más suicidas de la clase. Allí, en aquella burbuja había encontrado mi mundo. Desfilaron todas las canciones del disco. Y bailé. Y boté. Y chillé. Empecé el concierto en medio de la sala, centrado. Lo terminé delante en un lateral. Dejándome ir por esa idea de irrealidad (¿atemporal o intemporal?) que proponía “La casa del reloj”, viviendo un presente que miraba abiertamente a un pasado no vivido pero observado con devoción. Saltando por los golpes souleros de esas “Lágrimas negras” que apelaban a algo tan poco sixties como las tortugas que que se juegan la vida junto al mar. Moviendo el mentón de atrás hacia delante con algo, esto sí, tan sixtie como “Go-go girl” que obligaba a ver a su protagonista perfecta con la mente. Todo ello con las notas golpeándote. Incitándote a chillar. A botar. A bailar.
Al final, con la sala patas arriba, el grupo abandonó. Me colé en el camerino. Hablé con ellos. Los observé de cerca. Los atosigué. Les dije que eran mi grupo favorito. Y les hice una entrevista. ¡La primera de mi vida! Inconscientemente, entre piropos, autógrafos y fotografías, les juré fidelidad. La mantuve, extendiéndola luego a Cooper, una vez disueltos Los Flechazos. Hice bien porque durante todo este tiempo Álex me ha proporcionado regularmente canciones mágicas con las que he crecido. Temas que para mí, trascienden a cualquier tipo de escena, época o estilo. También, cómo no, conciertos apoteósicos , que se han convertido con los años en una feliz reencuentro.
Uno de los últimos tuvo lugar en abril de 2013, con una nota muy especial. Celebrábamos el quinto aniversario de mi blog Retroalimentación. Me encontraba orgulloso por tener a Cooper en mi fiesta particular. Aquella noche sonó un “Quiero regresar” remozada con vigor power-popero. Por unos minutos volví a ser el teenager impresionable, el del simulacro de mod con cuello de cisne empapado en sudor. No perseguía, ni aquel día ni ahora, esos «días que jamás volverán» de los que hablaba “Me he subido a un árbol”. Para nada. Se trata de fijar el inicio de todo: aquel concierto que cambió mi vida e hizo que esta fuera mejor, con una banda sonora permanente y pequeñas detonaciones con cada visita de Los Flechazos primero y Cooper después.« Del orgullo y del recuerdo todo lo que puede salir es bueno», cantaban los primeros en su día. Ya van 24 años pensando lo mismo, por mi parte. Por la de Alejando unos cuantos más. Y lo que nos queda.