A veces la postura de oyente en la música te ha sentir incómodo. Incluso, directamente mal. Ocurre cuando te asomas a la obra de un gran artista torturado que se está abriendo en canal. Obtienes un extraño cruce de sensaciones al disfrutar de una creación que es fruto directo del dolor y el sufrimiento. Es más, te planteas cuánto existe de morbo ahí. Si te detendrías a escuchar ese disco de no ser por las circunstancias que lo rodean. Si, en realidad, no estarás usando al artista: él, que se acerca al precipicio para explorar una oscuridad que tú nunca querrías en su vida.
Sea como sea, cada cierto tiempo aparecen discos que te colocan justo ahí. No hablamos de melancolías indies, odas suicidas a las drogas o versos sobre los sinsentidos de este mundo en el que nos ha tocado vivir. No, hablamos de algo muy diferente, tremendamente diferente. La semana pasada se publicaba en las plataformas digitales Ghosteen, el nuevo álbum de Nick Cave. Y la mezcla de turbación, vértigo y algo así como ganas-de-salir corriendo-pero-al-tiempo-necesitar-oírlo fue de las que ya no se recuerdan.
Pongámonos en antecedentes. El australiano perdió en el 2015 a su hijo Arthur Cave. Tenía 15 años. Después de haber tomado LSD se precipitó por un acantilado en Brighton, muriéndose. Ese hecho terrible afectó totalmente a su obra. En el 2016 editó Skeleton Tree (2016), un disco que en teoría había sido escrito antes de la tragedia, pero que se grabó después. Todo derivó en un álbum tremendamente oscuro, pesaroso y con destellos de una belleza terrible. La crítica y los fans cayeron a sus pies.
Ahora con Ghosteen llega, tres años después, lo que algunos ven como la aceptación. Y en él se produce una mezcla de crudeza, fabulación y magia que te atrapa. Y no te deja escapar. Con más luz que en su predecesor, pero con la sombra de la muerte proyectándose constantemente, Cave habla de la Biblia, de lugares mágicos a los que ascienden los niños, de padres que esperan la llegada y contactos en ese más allá idealizado, de unicornios y personajes fantasiosos, que propone en la portada. Lo hace con una instrumentación mínima, con protagonismo de unos teclados atmosféricos que lo llenan todo de vapor y su verbo grave, profundo y penetrante.
Los escalofríos, la respiración entrecortada y la solemne sensación de estar ante algo demasiado real te llegan. De pronto te ves ahí, observando a ese padre que se abraza a una luz irreal y que es también ese artista que en el pasado manejaba el miedo, los aullidos y la electricidad. Y te sientes terriblemente conmovido. Mientras que Cave canta el mundo se detiene. Se trata de una especie de clarividencia en la que se entra cuando se traspasa una frontera más allá del dolor y la voz la toma un alma rota. No importa ahí el estado mundial de la música pop, las tendencias, la innovación o lo que tenga que decir la crítica. Importa convertir en sonido la ausencia, la aceptación y la necesidad de decir algo que calme ese vacío terrible.
La escucha de Ghosteen es una experiencia de una intensidad brutal. Nos pone en esa butaca que te hace plantear muchas cosas como oyente. ¿Es moral deleitarse con algo así? ¿Debemos disfrutar de la belleza mortuoria que desprende? ¿Cómo considerar sublime sin más algo que tiene su punto de partida en una desgracia? «Me resulta tan increíble como desolador. Y, como a tantos padres, encuentro imposible escuchar la letra de canciones como Waiting For You sin que se me forme un nudo en la garganta», comentaba un fan en Twitter. Hay mucho de eso en esta obra maestra. Personalmente, desde el Blackstar de David Bowie, en el que hablaba de su propia muerte sabiendo que era inminente, no había escuchado algo así, que me dejase casi sin aliento y en silencio sepulcral. Discos que, paradójicamente, hubiera sido mejor que no existieran pese a ser joyas artísticas que nos sacuden por dentro de esa manera tan intensa.
Les invito a que se acerquen y, si pueden, contesten a todos estos interrogantes