Hoy sale a la venta la versión en vinilo de «Atlántico», el disco que Xoel López editó en el 2012. Fue el primer álbum a su nombre y, lejos del pastiche de estilos que pueden sugerir las críticas, se mostró como un trabajo mestizo y fascinante, que recogió toda la aventura americana de su autor con inusitado acierto. Esta revisión sirve de excusa para recordar un disco francamente delicioso.
Hay escapadas que esconden bendiciones para un hombre y un creador. La que hizo Xoel López en el 2009 con rumbo incierto a Sudamérica, se reveló como tal. Vagando aquí y allá, la persona descubrió otra forma de ver la vida -pausada, anónima, siempre cambiante- y el artista se empapó de mil y una músicas -milonga, cumbia, bossanova- que poco o nada tenían que ver con el molde anglosajón por el que se había movido hasta entonces. Todo caló. Nada volvió a ser lo mismo. El músico se había criollizado definitivamente. Y, tres años después, legaría la confirmación. Atlántico(2012) se mostraba como una suerte álbum de fotos musical de ese periodo y una obra que cristalizó todo ese batiburrillo de sensaciones de una manera formidable. Sí, porque ese disco funde sentimiento y forma, pulsión y definición, como pocas veces ocurre.
Así lo dejaba entrever en el 2012 y así lo confirma, dos años después, en su merecido paso al formato noble del disco de vinilo. No hay extras. Tampoco libreto que glose su gestación. Quedan para el décimo aniversario. O el vigésimo. Lo habrá. Seguramente se valore más entonces que ahora. Porque este trabajo ha crecido -mucho, muchísimo- con el tiempo. Todo apunta a que crecerá todavía más. Derribando los prejuicios de los fans que le dieron la espalda por el giro estilístico. Sumando nuevos seguidores que jamás habían encontrado nada en el Xoel de otros proyectos. Aumentando la devoción de quienes sintieron el clic de magia original. Ahora todos pueden repetir e incrementarlo todo dejando caer la aguja en el surco del elepé.
Quien decida hacerlo se encontrará, de primeras, con Hombre de ninguna parte. Necesita solo 30 segundos, justo cuando surge ese verso de “la luna tiene un rostro diferente a este lado del mundo”, para atrapar. El vaivén de bossanova que mece la canción, poco a poco, va sumando capas y más capas. Contagia la fascinación del autor por su nuevo mundo lleno de estímulos y belleza virgen. Nada hay aquí de esa tristeza oscura de Deluxe. Tampoco aquellas letras que no terminaban de cuajar. Todo lo contrario. El lápiz de Xoel traza con precisión una poesía visual que se dibuja en la mente del oyente como realismo mágico (“sombras, el pasado se viste de sábana blanca / rayos, esparcen su polvo plateado sobre mi cabeza”). Cuando entran las cuerdas, los coros enredadores y las trompetas mariachis, la pieza despega y se eleva en una suerte de borrachera de puro bienestar. Felicidad. Si en ese momento le ofrecen al oyente coger un vuelo y cruzar el Atlántico lo haría sin rechistar.
Esa canción inaugural supuso, en su momento, el adelanto de un disco extrañamente plural dentro de su carácter unitario. Las sensaciones de esos años de vida nómada entre Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Venezuela o EE.UU son el hilo conductor. También el tono mayoritariamente electroacústico, el acento en unas percusiones riquísimas que se descubren en cada nueva escucha y, también, el constante recurso a unas segundas y terceras voces de un color inédito en un disco europeo. El resto, no es más que un suceder de tema en tema, de forma en forma y de sorpresa en sorpresa. Cuando se espera otro tema luminoso, llega la oscuridad. Cuando se aguarda por una miniatura folk, surge la psicodelia. Cuando se pide más acento americano, aparecen los ecos de A Coruña entre sus versos. Y, como en los grandes álbumes-puzzle, al final el artista demuestra que ha sido mucho mejor el camino propuesto por él que el que aguardaba el oyente.
Hay varias cimas en el disco. Pero una resulta clave. La canción que seguramente pasará a la historia es Tierra, una preciosa balada folkie a lo Simon & Gartfunkel con ribetes psicodélicos finales. Como si el artista hubiese interiorizado la pausa musical y la suavidad total de la bosanova sin tener que apelar a su molde, logra una pieza perfecta, sin aristas, ma-ra-vi-llo-sa. De nuevo, emerge la sensación de embriagarse con el momento (“no me da la gana de pensar que nada es para siempre / si esta canción se acaba, que acabe el mundo para todos”) y unas imágenes (“yo soñaba cada día poder alcanzar la playa”) que trasladan inevitablemente a aquella preciosa escena final de Los 400 golpes de Truffaut. Cuando se estrenó ese delicioso videoclip a lo Forest Gump, todo parecía indicar en un viaje a la inversa de aquella. No se debe olvidar las maravillosas y mareantes espirales que colorean la canción a su término. Algo así como las que emplea Damien Jurado. Es decir, de fábula.
También resulta particularmente bonita Por el viejo barrio, con deje de milonga, acertada estructura circular y una guitarra breve pero decidida marcándole el pulso. O esa evocación del idealismo de la infancia de un De piedra y arena mojada (¿no está pensando en el colegio Eusebio da Guarda con ese cuadro de “poemas indescifrables / monotonía tras los cristales»?) que se rinde ante el fraseo de Dylan y lo latiniza de un modo excepcional. Y, cómo no, La boca del volcán, deliciosa miniatura folkie sobre la necesidad de creer y las diferentes formas de hacerlo. Son las compañeras de reparto del luminoso estallido pop de un Descafeinado amor que se mueve con habilidad por las deslumbrantes metáforas del “esplendor dorado” y los coros pizpiretos que piden protagonismo; la rumbera con arrebatos de piano de Caballero; y la final El asaltante de estaciones, una orgía de psicodelia y tropicalismo a lomos de un riff hurtado a The Who.
Quedan Buenos Aires y Postal de Nueva York, quizá las más flojas, pero imprescindibles dentro del concepto que Atlántico pretende ser. La primera, con nada disimulado aire a Piano Man y alguna que otra línea atropellada, supone una declaración de amor a la capital argentina y una reafirmación de la apuesta que en su día llevó a cruzar el Atlántico a Xoel. La otra, una estampa melancólica de una tarde con el pintor coruñés Jorge Cabezas al lado el puente de Brooklyn. No llegan al nivel general del resto del disco que rellenan, sin duda, unos huecos que no podían quedar vacíos. Dicho de otro modo: mejor así, pese a la pendiente, que sin ellas.
Se dice que la vida de un disco hoy en día es corta. Es cierto. Dos meses, tres,… seis a lo sumo. Pensar en enero del 2014 un trabajo editado en el 2013 obliga a viajar en el tiempo como quien cambia de siglo. Muchas joyas se quedan en el camino, apenas mostrando una pequeña parte de su brillo. Son esos trabajos que nunca se acaban de escuchar del todo, porque cada escucha revela algo que justifica seguir con el oído pegado al altavoz. Más allá de su valentía o audacia, que la tiene, Atlántico pertenece a ese elenco de obras inagotables. Dos años después continúa diciendo cosas que resultan un poco diferentes a las que decía hace tres meses o hace un año. Por ello, el volcado al acetato no deja de ser una mera excusa para lo importante: (re)descubrirlo. Escoja usted si borra o no el paréntesis, según caso, y disfrútelo.