El nuevo álbum de Beyoncé Giselle Knowles (Houston, 1981), el homónimo Beyoncé, arranca con una pregunta: ¿Cuál es tu aspiración en la vida? Ella, después de un suspiro, responde: «Ser feliz». Una buena parte de la felicidad de una pop-star pasa por estar ahí, deslumbrando, haciendo sentir a los fans que siguen a alguien muy especial. Y, aunque muchos la daban por caída en la guerra de los charts mundiales con la irrupción de Miley Cyrus sobre una bola de derribo, lo cierto es que Beyoncé está muy viva. En un abrir y cerrar de ojos ha dado el golpe de autoridad exigible a su nivel: generar números vertiginosos de ventas.
Para ello se ha diseñado una estrategia comercial nada común en el mundo mainstream: editar su nuevo disco por sorpresa, sin ningún tipo de avance ni calentamiento previo, directamente en formato digital. Ocurrió a mediados de diciembre. En tres días lo había reventado todo. Según datos de Sony Music, su casa discográfica, despachó en ese período 827.773 copias a través de la tienda on line iTunes, convirtiéndose en el álbum más rápidamente vendido por este medio de la historia. Además, se hizo con el número uno de ventas digitales en 104 países, entre ellos España. No hay que fantasear mucho para ver la sonrisa de la artista confirmando que sí, que esa aspiración en la vida de ser feliz por ahora se está cumpliendo.
Todo ha sido una sorpresa, una gran sorpresa. El pasado 25 de noviembre salía a la venta el deuvedé Life Is But A Dream, un documental sobre la artista que incluía un concierto y un tema nuevo. El cupo navideño parecía totalmente cubierto con este producto. Perfecto para regalar, con gancho para los devotos y sin necesidad de apostar por la novedad. No tenía sentido lanzar un mes después un álbum de estudio, el quinto ya de su carrera. Cualquier esquema promocional vislumbraría esto como un callejón sin salida. Pero ocurrió, dejando claro una vez más que la verdadera innovación en la música pop actual pasa más por el modo de llegar al público que por avanzar en el contenido de lo que se hace llegar.
En la nota promocional, Beyoncé apela al contacto directo con los fans «sin ningún filtro». Y así ha llegado al público, ajeno a interferencias previas de la crítica, en su estado puro. Para ello se han tomado todo tipo de precauciones, evitando filtraciones y rumores. Un auténtico milagro viendo el interminable listado de colaboraciones, que incluye a personajes clave de la música negra actual como Timbaland, Justin Timberlake, Pharrell Williams, Frank Ocean o su maridísimo Jay-Z, entre muchos otros.
Además de la música, la obra se complementa con 17 videoclips que rematan la definición de álbum visual con la que parte. «Yo veo la música», afirma la artista en su explicación. «Cuando estoy conectada a algo —sigue—, inmediatamente veo una imagen o una serie de imágenes que están conectadas a un sentimiento o a una emoción, un recuerdo de cuando era pequeña, pensamientos sobre la vida, mis sueños y fantasías. Y todos se conectan a la música».
Afortunadamente, la cosa no se queda solo en el envoltorio. Aunque puede que toda esta parafernalia haya eclipsado al disco, este podría considerarse como el paso más sólido de la cantante hasta la fecha. Igual que ocurriera en su álbum precedente, 4 (2011), se deja atrás la idea de la artista-de-un-hit-por-temporada y se sitúa en una región mucho más interesante. No, no hay singles claros como Crazy In Love o Single Ladies, pero sí una sucesión de temas sugerentes con varios momentos para el deleite verdadero, más de una sorpresa y un regusto final de ligera satisfacción.
El título da a entender que se trata de su obra más personal. Y puede que así sea. En un cóctel imposible de feminismo, sexo recalentado, sentimentalismo de princesa, álbum de fotos infantiles y garra con ínfulas supuestamente revolucionarias, Beyoncé traza un paseo que arranca luminosa con la ascensión melódica de una Pretty Hurts en plan Rihanna. Sigue con un oscurísimo Haunted, que coquetea con el dubstep. Continúa el temblor electrónico de Drunk In Love. Y llega hasta el paraíso sensual de una Blow subida de tono, apelando a los placeres del sexo oral con gemidos a lo Donna Summer y todo.
Este cuarteto indica que estamos ante algo más que un producto comercial al uso. Parte del resto del disco se encarga de confirmar el salto de madurez. Ello se evidencia en maravillas como ese Superpower de dibujos animados cantado alimón con Frank Ocean, la eufórica XO con madera de himno o ese Partition que parece sacado de aquella Nelly Furtado de Promiscuous Boy. Hay patinazos (Rocket o Heaven, por ejemplo), pero la media obliga a alzar el pulgar. Sí, Beyoncé ha vuelto. Y a lo grande.
«Blow», uno de los mejores temas del album
estoy escuchando Drunk in love y que bien suena esto, ya hay plan para esta semana.
Junto a «Blow» la mejor del disco.