La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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(Ultima hora: Retribution Gospel Choir, el nuevo grupo del ex-Low Alan Sparhawk, tocará en Expocoruña en mayo en una fecha aún por concretar)

Pocas situaciones resultan más inspiradoras para un músico que una ruptura sentimental. En esos momentos, en los que en los sabores, los olores y los sonidos de lo que un día fue una relación parecen fantasmas, una canción, una simple canción, se presenta como el único anestésico posible para calmar un dolor muy particular: el de la pérdida. Con el corazón destrozado y las defensas bajas, se abre la puerta a los aullidos sentimentales, los momentos penosos y las confesiones descarnadas en un exorcismo del que, a veces, salen auténticas maravillas. Blood On The Tracks de Bob Dylan o Her Handwriting de Trembling Blue Stars son dos ejemplos de ello.

abatidoPero, aparte de ese alivio, siempre se vislumbra un algo más en esas cantinelas: el deseo de que ella las escuche. Sí, esa malévola mujer que se dedicó a pisotear el amor hasta matarlo o la que lo abrazó tanto que terminó por desgastarlo. Ella es la destinataria verdadera de todo ese esfuerzo creativo. ¿Catarsis? ¿Terapia? ¿Desahogo? Puede ser pero, en el fondo, los músicos que componen esas piezas a corazón abierto anhelan que la que un día fue pareja encienda la radio y se encuentre con aquella relación comprimida en una cápsula pop, de tres o cuatro minutos. Ahí, entre el desgarro y la delicadeza, quizá se pueda lograr. ¿Qué? Pues, tambalear su corazón, hacerle remover por dentro sensaciones que, quizá, ya estaban estancadas.

Por ello, no es de extrañar que el fan, que tiende a hacer propias las canciones, salga por un momento de ellas y se pregunte ¿Cómo se sentirá ella al escuchar esto? Al tener muchos amigos músicos, en más de un caso he podido ponerle cara a muchas de esas canciones. Incluso he practicado el voyeurismo particular de fijarme en sus rostros cuando esos temas sonaban en un concierto o en un pub. Otras, sin embargo, las he tenido que pintar con la imaginación. La mujer afterhours del The Asphalt World de Suede, la inmisericorde ex novia del protagonista de Segundo premio de Los Planetas o la preciosa rubia de Oxford que le hacía decir a Thom Yorke en Creep ese verso conmovedor de «Eres como un ángel, tu piel me hace llorar”. Todas ellas son como el Mayor Tom de Bowie, el Man de Lou Reed o la Lola de The Kinks: personajes de la película infinita que la cultura pop rueda disco a disco.

En mi filme particular hace unos meses que se ha incorporado un nuevo personaje: la mujer que llevó a Ricardo Lezón, el cantante de los vascos McEnroe, a componer una maravilla como El alce. Se trata de uno de los cortes de Tú nunca morirás, el segundo álbum del grupo, una joya oculta editada el año pasado por Subterfuge que merece una recuperación en toda regla. Sin embargo, no estamos aquí para alabar las excelencias de ese trabajo – que las tiene y muchas- sino de su canción más redonda, la inmensa El alce, uno de esos temas cocinados en el clima malsano y mortificante de la traición.

Sí, sí, el momento exacto en que ella decidió irse con el otro y dejarlo a un lado sin explicación. Ese es el punto de partida de una pieza preciosa levantada sobre un finísimo dibujo acústico, unas cintas de fondo que bien podrían ser llantos y un poderoso bombo velvetiano. En ella, el tono de Ricardo surge grave y sereno, pero aún muestra alguna grieta de fragilidad. Lógico, pregunta en voz alta y poética esos interrogantes que rara vez traspasan la barrera del pensamiento: “Ahora que sé que hubo un día en todo terminó / Me pregunto donde estaba cuando él te tocó / ¿Pensaste en algún momento en lo que sentiría yo? /¿Pensaste en algún momento en decirle que no?”

Cuatro líneas y ya. Está. Clic, conexión, empatía. En efecto, Ricardo es de los nuestros, un tipo solo y puteado al que le han hecho trizas el corazón. Lo abrazamos con los oídos porque todo lo expone con sencillez y clarividencia que sería casi imposible de decir fuera de una canción sin que tiemble la voz. En cuanto termina el cuarto verso, entra un banjo y la emoción se abre como una flor para seguir preguntando, ya en tono patético y casi humillante: “Si al despertarte tal vez hubo un momento de compasión/ Para este imbécil que escribía canciones de amor / Es las servilletas de cafeterías desiertas”. Para finalmente terminar cantando un “Con lo que yo soñaba a otro se lo regalaba”.

Luego, el tema da una vuelta y acude a la imagen que le da título (“Dicen los indios que el alce nunca aprendió a llorar / Por eso embiste a los árboles para descargar / Toda la furia y la rabia que no le deja vivir”) y remata metiendo al autor dentro de ella: “Toda la furia y la pena que no me deja olvidar”. Todo fluye a la perfección y la canción se revela como una de esas confesiones en voz baja que se hacen mirando al vacío y ante las que no sabes muy bien cómo corresponder más que estando ahí, callado, poniéndote en situación y revisando en tu historial sentimental alguna traición similar.

“En lo que yo creía era una mentira / el amor no existe, tú me lo destruiste” termina cantando Ricardo en el final enrarecido de la canción. Y es ahí, precisamente ahí, cuando uno piensa en el rostro de la destinatarias y surgen las preguntas: ¿Cómo se sintió la primera vez que la escuchó? ¿De qué modo contestó a las preguntas? ¿Llegó a llamar por teléfono al autor? ¿Se volvieron a ver? Pero, por encima de todos, existe un gran interrogante: ¿Se puede vivir con el peso de una canción así sin deshacerse por dentro?

Cuernos, traiciones y castillos sentimentales hechos añicos. La historia es la de siempre, la que ocurre casi a diario, pero en esta ocasión ha quedado inmortalizada en una canción que suena y suena sin parar, embelleciéndose con el uso. Todo el mundo la puede escuchar, pero sobre todo ella. Misión cumplida, por tanto. Ahora solo queda saber qué pasó después. Si es que pasó algo y todo esto no fue una simple invención, que nos creímos como real.