La Voz de Galicia
Aprendiz de madre
El blog de la crianza y la conciliación
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trenTiene alrededor de 12 meses y es rubio, rubísimo. No sé su nombre pero me encanta su carita redonda y tierna. Desconozco si sabe caminar porque las pocas veces que lo he visto ha estado sentado en el suelo, con las piernitas dobladas y mirando atento hacia la puerta. Desde que Montse empezó el cole, el 1 de septiembre, el rubio se convirtió en el objeto de su afecto. Cuando lo vió por primera vez se acercó a él para tocarle el cabello mientras repetía sin césar: «Este, este, este». Los dos días siguientes la historia se repitió. La peque cruzaba la puerta del aula y dirigía sus pasos hacía el niño que parecía esperarla. Por eso hoy, cuando me di cuenta de que Montse no le prestaba ninguna atención al rubio, supe de inmediato que algo andaba mal.

La niña, que durante 4 días había sido valiente durante el proceso de adaptación a la escuela infantil y solo había derramado algunas lágrimas -tal vez para ser solidaria conmigo- decidió que el viernes no era el mejor día para permanecer en el aula y se puso a llorar desaforadamente, mientras se apretaba con todas sus fuerzas al cuello del aprendiz de padre.

Yo no supe qué hacer. Así que, controlando mis ímpetus, me dispuse a observar tranquilamente la escena. Montserrat tenía los ojos repletos de llanto y sacudía la cabeza hacia los lados. El aprendiz de padre no lloró, pero creo que le faltó poco. Fue un tanto divertido comprobar que los hombres también lo pasan mal. De repente me di cuenta de que, si tuviera que consolar a uno de los dos, no sabría por cuál decidirme. Padre e hija estaban angustiados y atemorizados.

El rubio observaba atentamente la escena, sin inmutarse. Sostenía entre sus manos el tren amarillo que Montse y él suelen compartir. Las profesoras comenzaban a impacientarse ante la dramática escena y tuve que reaccionar.

Con una mirada le dije al aprendiz de padre que era hora de irnos. Él bajó los ojos al suelo e hizo un gran esfuerzo para conseguir separar a Montse de su cuerpo. Se la entregó a la profesora ante la mirada acusadora de la niña. Los dos aprendices nos quedamos de pie junto a la puerta, hasta que una de las maestras nos echó amablemente del lugar. Antes de salir miré a mi hija que trataba inútilmente de escabullirse. Fue terrible. Miré también al rubio que seguía sentado en el suelo observando a Montserrat.

Dos horas después, el aprendiz de padre y yo regresamos al colegio y nos encontramos con una tierna escena: La peque dormía plácidamente con el trenecito entre los brazos y el rubio sentado a su lado.