La Voz de Galicia

A los narcos casi siempre les pierde lo mismo: la vanidad. Suelen ser muy inteligentes y duros, pragmáticos. Se acostumbran pronto a ganar tanto dinero como quieren, mucho más del que necesita un país entero de buen tamaño: recordarán que Pablo Escobar se ofreció a pagar él solito la deuda externa de Colombia o que, como ya no sabía qué hacer con tantos billetes, como no había lavadoras de dinero capaces de procesar tanta colada, los metía bajo tierra y aún siguen apareciendo. Se acostumbran también al poder: controlan ejércitos de sicarios, disponen de medios avanzadísimos, no se paran a contar los muertos porque la gente les pertenece. El negocio funciona así: les sirves o no. Lo tienen todo, pero pasan la vida escondidos y parece improbable que la historia termine tratándolos bien.

Por eso encargan corridos que canten sus hazañas y mausoleos enormes que las recuerden. Vale la pena, por ejemplo, visitar el cementerio de Medellín, donde algunos se llevaron a la tumba grabaciones sin fin de sus canciones preferidas. Es su forma de colarse en la historia. Pablo Escobar o el Chapo no se conformaron con tan poco. Escobar intentó la política y el Chapo, el cine. Muy probablemente, ambos se sirvieron de importantes agencias de comunicación para que la gente los viera como ellos se veían a sí mismos: grandes líderes, hombres con una visión imponente para los negocios.

Horteras vanidosos y sin clase, por eso se perdieron. Pablo Escobar llegó a construir su propia cárcel. Otros son más discretos y ahí siguen disponiendo de la vida de tantos, admirados por la gente que desprecian, ya encerrados en su propia cárcel sin darse cuenta, sin dedicarse al narcotráfico siquiera.

La Voz de Galicia, 16.enero.2016