La Voz de Galicia

Son esas cosas que se te ocurren de repente. Estaba explicando cómo funcionan los prejuicios. Decía que los necesitamos, que resultan necesarios e inevitables, porque no podemos pasarnos la vida replanteándonos todo. Decía que lo malo de los prejuicios fuertes radica en la imposibilidad de revisarlos incluso cuando la realidad los aplasta. Esa contumacia frente a la realidad sí que nos pervierte. Explicaba también que esto sucede a quienes no acostumbran a pensar las cosas y carecen, por lo tanto, de criterio. El criterio y la mera opinión se diferencian en que el primero se apoya en principios y la segunda en modas, de ahí que cambie muy fácilmente. En estas caí en la cuenta de que, en el fondo, las culturas son el compendio de nuestros prejuicios. Una cultura consiste en la suma de los principios que no revisamos, que aceptamos de un modo connatural, por inercia casi.
La consideración que merece una cultura depende del conjunto de prejuicios que asuma. Existen algunas, bastantes, que parten del prejuicio de que la mujer es inferior. El prejuicio, convertido en principio, se traduce en costumbres y, en aquellos países con regímenes muy ideologizados, autoritarios o ambas cosas a la vez, termina en ley.
En la nuestra se insinúa el prejuicio que insiste, contra la evidencia, en que la igualdad consiste en que los hombres y las mujeres no nos diferenciamos en nada. Se encarna en costumbres a veces muy extrañas: basta ver el lío de Assange en Suecia. Y en países con gobiernos ideologizados, en leyes como la que se proyecta aquí, que pretende negar el concierto educativo a los colegios de enseñanza diferenciada para niños o para niñas.