La Voz de Galicia

Esta semana he vivido de cerca una historia que ni siquiera sirve para ser contada: produce vergüenza, rabia y resulta, además, humillante para todos. El principal afectado es un empresario puntero con el que he hablado mucho estos días. Decían los sabios griegos que una de las tres cosas más difíciles de la vida es soportar la injusticia. Duele tanto que se necesita hablar para conseguir asimilarla. En esos momentos se dicen cosas muy duras, como es lógico. Mi amigo, por ejemplo, se preguntaba: «Después de esto, ¿crees que puedo seguir yendo por ahí a repetir que la ética es rentable?». Le dije que la ética le había sido rentable hasta aquí, que le va bien y que le seguirá yendo bien, que…
Pero después de colgar, me quedé pensando. Si alguien puede formularse esta pregunta entonces la corrupción es mucho más brutal de lo que imaginamos: no se acaba en este partido o en aquel, ni en tal tipo de empresarios, sino que se ha hincado en nuestra piel social como una garrapata. Serán insuficientes, por tanto, las medidas políticas. Es preciso abordar este problema como una crisis cultural.
Volví a llamar a mi amigo y le dije que tenía que pensarlo un poco más, pero que quizá podría añadir una certificación a las muchas que ya garantizan sus productos: la de que están libres de corrupción. Una etiqueta, una marca que diga a los ciudadanos que esos productos han sido negociados y facturados sin que el fabricante le haya pagado comisión alguna a nadie. Hacerlo así, podría facilitar la transparencia entre votantes, administraciones e industria. Le dije que se podría organizar un movimiento con empresarios de todo el país que trabajan con administraciones públicas y están hartos de someterse a las vejaciones de políticos y funcionarios. No es una idea fácil de articular, pero ya sabemos cómo encender la mecha. Ojalá muchos se atrevan.