La Voz de Galicia

Como país, cerramos una semana muy dura de la que no podemos sentirnos orgullosos. Dentro de tanto desastre, que no enumeraré, lo que más me ha dolido, después de las cifras del paro, ha sido lo de Obama. Y mira que me cae bien. Cada día, al contrario que a sus conciudadanos, me cae mejor. También lo estimo más, y eso que me quedé prendado del personaje ya en su primer mitin, cuando se presentó como candidato a candidato de los demócratas. Pero no entiendo la perra que ha cogido con nosotros. Primero, hace un año, para recibir a nuestro Zapatero en Praga, le obligó a acudir a una cumbre en Chile y, a cambio de alguna promesa al vicepresidente Biden (las malas lenguas dicen que la cabeza de César Antonio Molina), salió la fecha para un encuentro en la gira europea. Después, es cierto, le acogió muy amablemente en la Casa Blanca, pero colgó aquellas fotos en internet. Por fin, cuando parecía que nos vendría a ver en carne mortal, dice que nunca dijo que hubiera aceptado tal cosa, justo unas semanas después de hacerle la faena que culminó el jueves: lo del desayuno de oración.
Y Zapatero va, porque, como decía el PP, Obama bien vale una misa y, porque esperaba un encuentro personal antes o después del desayuno. Hasta la sala estaba dispuesta. Pero Obama llegó tarde al acto y se fue pronto. Adujo el tan manido problema de agenda. Ni conjunción planetaria en Madrid (la pobre Pajín cargará la vida entera con esas declaraciones) ni breve encuentro después de rezar.
Ya más en serio, no sé qué me parece peor: si ese escaqueo constante de Obama o el afán persecutorio mendigafotos que parece demostrar Zapatero. No dudo, sin embargo, de cuál de ambas actitudes resulta menos digna. Quizá ocurre que del que tiene principios —buenos o malos— sabemos qué finales merece. Pero a quien no los tiene, el destino le puede deparar cualquier cosa. O su contraria.