Lo primero que me llegó de ellos fue la frase de la mujer contra la noche en una calle del centro: «Ven, vamos al coche de papá». Por el tono supe que se dirigía a un niño pequeño, y que quizá no fuese su madre. Estaban unos pasos más adelante. El niño, vestido con un anorak oscuro, se había sentado en el escalón de un portal. Tendría dos años o poco más. Miraba sin resignación ni espanto, sin alegría ni pena. Su cara parecía decir: «Esto es lo que hay».
La mujer repetía la frase de un modo automático y con el mismo soniquete, el que usan algunos adultos para dirigirse a los niños, como si fueran tontos. «Ven, vamos al coche de papá» parecía agotar su repertorio. Hablaba al niño toda erguida y elegante, con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo oscuro y corto: «Ven, vamos al coche de papá», escuché una tercera vez mientras les sobrepasaba. El párking público estaba a unos veinte metros, pero el niño no podía saberlo. Sabía solo que estaba harto de caminar por tiendas y calles. Que no podía más. Que necesitaba que alguien le agarrase en un abrazo para llevarlo hasta el coche.
El padre no podía hacerlo: cargaba un bulto enorme que en ese momento había depositado en la acera algo húmeda y sobre el que casi se acodaba. Contemplaba la escena sin hablar, con una sonrisa que parecía franca, como si todo estuviera bien y no hubiera nada que decir.
Unos pasos más allá, me volví para mirarlos. La mujer seguía hablándole, tan elegante y erguida, con las manos en los bolsillos. No podía oír lo que decía ni ver al crío, tapado por la espalda del padre. Estuve por volver, levantarlo del portal, y decirle a su padre que ya lo llevaba yo hasta el coche. Aquella mujer no parecía dispuesta a agacharse y, menos aún, a cargarlo abrazado a su cara. Se me pasaron por la cabeza muchas razones para explicar tal comportamiento. Pero en el fondo solo había una. Creo.
Hace años, cuando mi hijo tenía seis años, nos vimos obligados a cargarlo en plena noche durante varios kilómetros. Habíamos usado el autobús de unos buceadotes para acercarnos desde la laguna de Siguanea hasta el hotel Coloni en la Isla de la Juventud. Después de una larga travesía, teníamos tantas ganas de pasar un rato con gente, que nos aventuramos pensando que no sería difícil encontrar un coche de vuelta al fondeadero donde nos esperaba nuestro barco, pero no fue así y como no teníamos dinero para hospedarnos en el hotel, no nos quedó otro remedio que echarnos a andar-. Era una noche oscura y mientras caminábamos, apenas adivinábamos la estrecha y tortuosa carretera que bordeaba una costa repleta de manglares donde abundaban los caimanes y los grandes cangrejos de tierra que a cada trecho nos inquietaban arrastrando sus caparazones que con frecuencia golpeábamos con los pies. Mi mujer hacía lo que podía y la mayor parte del camino nos turnamos mi amigo Pancho y yo. El ya era un hombre mayor aunque por aquel entonces todavía mostraba gran fortaleza. Al principio contamos historias que apartaban nuestros pensamientos de la angustia de aquella noche, después hicimos gran parte del camino en silencio. La cara de nuestro hijo nos había hipnotizado. Nuestro cansino caminar y los brazos entumecidos contrastaban con la expresión de felicidad del niño. Pancho me dijo que aquella escena le recordaba su infancia, pues durante su larga vida, mantuvo el recuerdo de sus padres cuando lo llevaban en el colo. Aquella sensación había dejado una impronta indeleble desde la infancia de un hombre que ya era abuelo. Me decía: “todavía tengo esa sensación que me trae a la memoria el sacrificio de mis padres porteándome a la vuelta del molino. El conforto que obtenía de aquella experiencia –decía- viene de la sensación de sentirte querido, de saber que te aman y te protegen. algo así siento cuando se que has prolongado la guardia para que duerma un poco mas cuando el mar es duro, o cuando te arropan y te traen algo caliente para superar una gripe.
Pancho que era un hombre muy sabio, decía a su manera que si nos falta esto, somos hombres incompletos. Como era jefe de maquinas, usaba con frecuencia metáforas relacionadas con su profesión. “compañeiro se nos falta eso, é como si navegaras nun barco sin compás, o mais grande queda inservible sin rumbo, perdido agardando so, a rematar a vida rendindo os osos nunha praia solitaria calqueira.”
Canta verdade hai nas palabras de Pancho. Sen dúbida era un home sabio. O que máis mágoa me causa é pensar que non todos somos capaces de chegar a esas conclusións aparentemente tan sinxelas que apunta Prometeo. Espero que de cando en vez alguén, neste caso Paco, nos axude a recordar as cousas realmente importantes da vida.
Algo está pasando, que eu non sabería explicar…
Algo que non me gusta…
(Non quero parecer alarmista, e menos aínda nestas datas, pero hai tempo empecei a pensar que unha sociedade que empezou por abandonar os vellos acabará por abandonar os nenos. En fin, non me fagan moito caso…)
Apertas a todos.
Bueno, os veo muy pesimistas. También llega un momento en el que los niños deben entender que no van a poder ir en el colo toda la vida y hay que empujarles a que anden solos.
Amigo Maikel solamente un pesimista puede ver pesimismo en la entrada y en los comentarios. Además, aunque no soy experto, para que un niño ande por su propio pie hay que evitar tanto los empujones como las frías moniciones del tipo «Cariño, ven al coche de papá» que las aprendices de madre han aprendido viendo pelis americanas. Hablar a un niño con las manos en los bolsillos es una cosa rarísima. Perdón por mi pesimismo.
Hace un par de semanas, Daniel (le quedaban dos días para cumplir tres años) nos puso en alerta a todos al anunciar, en plena calle y con un frío de narices, que tenía una «urgencia». Tras el pánico inicial (pánico de veras) lo llevé en brazos, a todo correr, a unos cines que cuentan con unos estupendos, limpios y espaciosos baños (gracias de corazón, Golem). Justo antes de llegar, en un paso de cebra, una señora mayor, al vernos tan abrazados, tan apretaditos (se me escurría si no al correr) dijo «»Uy, qué mimoseteeee». La verdad es que yo estaba bastante enfadada porque habíamos tomado todas las precauciones necesarias antes de salir para evitar esa «urgencia» y Daniel tenía esa cara medio de susto medio de risa de quien sabe que la está liando parda pero que, en el fondo, no importa. Yo no dije nada por no romperle la ilusión a la señora, pero Lucía, la de la lógica aplastante, que corría a mi lado concentrada en sujetar mi bolso, la miró con cara de extrañeza y le soltó: «No. Se está cagando».
Todo esto para decir que hay que fiarse de los detalles que aporta el narrador. Esta historia tiene muchas interpretaciones «reales» posibles (a mí se me ocurren un montón), pero el tono de voz, la cara impasible del niño (eso sí es raro), las manos en los bolsillos y, sobre todo, el impulso de querer llevar al niño en brazos las reducen mucho. Y mira que me fastidia.
Prometeo, además de escribir como tú, quisiera poder contar historias semejantes. Cuéntanos más.
Y gracias a todos por recordarme la palabra «colo». Hacía muchos años que no la oía.
Caray, qué comentario más largo. Perdón.
Gracias por el cumplido inmerecido Gom, no creo que sepa escribir pero historias sobre llevar niños en el colo tengo algunas.
Cuando todavía no tenía ninguna perspectiva de ser padre, fundamos una asociación cultural en el pueblo donde vivíamos. Empezamos por enseñar a los niños un poco de folclore y para financiar nuestras actividades, hacíamos alboradas que contratábamos con las comisiones de fiestas. Tenía que madrugar mucho –costumbre que todavía conservo-, pues me empeñaba en recoger puerta a puerta a todos los niños de la asociación que querían asistir, a pesar de que muchos apenas sabían tocar las conchas o la pandereta y aunque los más espabilados, los poníamos con el bombo y el tamboril, tenía que marcarles el ritmo ostentosamente con el pie, pues se despistaban fácilmente.
Tocar una alborada es algo agotador. Tienes que soplar toda la mañana sin parar para hinchar el “fol” de la gaita, pero además hay que patear todo tipo de caminos y atajos, para llegar a todas las casitas desperdigadas que hay en una parroquia rural gallega. Lo más duro del trabajo era, que algunos parroquianos se empeñaban en que “mollaras a palleta” que quería decir que probaras, -si o si- su vino de cosecha propia, el cual promocionaban siempre con una coletilla: “e da casa. Non ten química ningunha,”. Mientras tanto pasas un miedo terrible, porque los de la comisión que te acompañan, no perdonan una invitación y acaban más que contentos, a pesar de que son los que manejan los fogetes y por ello en varias ocasiones acabamos “cuerpo a tierra” como si estuviéramos en un frente de la guerra del catorce.
Al final de la mañana, las piernas, los pulmones, los dedos,… ya no te responden y solo deseas que el asunto acabe cuanto antes.
Un día de esos, nos pilló en Santa Locaia –una parroquia del municipio de Arteixo- con un pequeño rebaño de niños. Toda la mañana habíamos estado intentando hacerlo lo mejor posible mientras poníamos un ojo en el comportamiento de los de la comisión y otro aen el de los peques, pendientes de que no se metieran en ningún lío. Después de tocar en la casa mas apartada y de vuelta al sitio donde nos esperaba el coche, caímos en la cuenta de que los de la comisión habían sido baja, mientras discutían sobre la calidad de los cohetes de este año y la “interesante” disquisición sobre si era mejor una faria o un chisqueiro para encender las bombas.
Nos dimos cuenta que la cosa iba mal, cuando nos adelantó el bombo al tropezar el niño que lo llevaba. Todos corrimos cuesta abajo para buscarlo, agotando las pocas fuerzas que nos quedaban. Sin darnos cuenta, debimos salirnos del camino que recuperamos después de una vuelta tremenda. Mi compañero y yo cargábamos cada uno un pequeñito mientras cogíamos otro por la mano. Los mayorcitos nos ayudaban con los instrumentos, llevando de la mano otros peques. Durante el camino los alternábamos para animar a los más cansados que a cada tanto se sentaban y no querían andar. Os podréis imaginar, la cantidad de veces que escuchamos: ¿falta mucho?, creo que se nos metió tanto en la cabeza, que los últimos metros nosotros acabamos también preguntando, mientras los niños repetían todos a coro con tono cansino por el esfuerzo y lo aburrido de la repetida cantinela:
Ya estamos llegando… ya estamos llegando.
Los devolvimos todos sanos y salvos a casa, pero creo recordar, que tardé bastante tiempo en contratar otra alborada.
¿por qué dejamos perder los gestos ancestrales? ¿cómo es que se nos escapan de las manos, nosotros tan listos y tan automatizados?
la desestructuración está por doquier.
robots, nos convertimos en robots sin corazón.
biquiños,
Teño un amigo que me contaba onte que, ao tempo que vai lendo o teu artigo, vai replicándoche de cabeza, pero que logo non acaba por poñelo nunca nun comentario. O que me dicía onte é que esa imaxe da muller «que quizá no fuese su madre» era tremendamente inxusta e que, en moitísimos casos, a realidade está aí para contradicila unha e outra vez. Falábame da súa parella e dos seus fillos, do moito que lle daba ela a eles, e do lacerante que resultaba esa puntilla: «Se me pasaron por la cabeza muchas razones para explicar tal comportamiento. Pero en el fondo solo había una». Eu prefiro quedarme coa dúbida: «Creo».
Impresionantes Prometeo, Gom y sobre todo… ¡Lucía!