La Voz de Galicia

No hay animal más peligroso que el animal acorralado. Tampoco hay humano más peligroso que quien se ha quedado sin salida. La persona acosada, quizá herida, reacciona dejándose morir o muere matando, porque deja de temer las consecuencias, ya nada tiene que perder. Los grupos sociales actúan de igual modo. Por eso, resulta crucial que los dirigentes sepan promover el diálogo y sostenerlo. No de un modo ficticio, limitándose a una apariencia de conversación, o a una charleta repleta de truquitos como la que, a veces, se mantiene con los niños díscolos. Cuando el diálogo falla, surge primero la violencia verbal y, luego, de un modo casi inevitable, la violencia física. Especialmente, si hablamos de este país.
La primera obligación de quienes dirigen, como consecuencia, consiste en no acorralar, en dejar siempre una salida a los problemas, en alimentar el intercambio de pareceres, los consensos, la cordura; en que nadie que actúe de buena fe se sienta herido, humillado, desesperado; en que cualquiera —al menos en parte— pueda reconocer sus demandas, si no atendidas, por lo menos escuchadas y ponderadas.
No sé cómo nos las arreglamos, pero hace tiempo que nos hemos especializado en crear situaciones sin salida. La planteada con el Estatuto de Cataluña ojalá fuera una más, pero quizá resulte especialmente grave. El Tribunal Constitucional, dictamine lo que dictamine, ya no tiene salida: se le acusará, en cualquier caso, de incapacidad para resistir las presiones. Si la sentencia tumba el Estatuto, los políticos y la prensa catalana han quemado ya todos los puentes. Si lo consagra, la Constitución se convertirá en un adorno y, con ella, el Derecho. Si optan por un término medio, los daños irreparables se repartirán. Uno parece fijo: el prestigio y la independencia del Tribunal Constitucional se han esfumado para siempre. Y con ellos, tantas garantías contra la arbitrariedad.