La Voz de Galicia

Probablemente esta sea, más que ninguna, la crisis de la avaricia, horrendo pecado capital que algunos han querido hacer pasar por virtud.
Pero, ¿cómo puede alguien dejar de convertirse en un avaro si le prometen un plus anual por consecución de objetivos superior a lo que usted y yo juntos ganaremos en toda una vida o incluso en varias? Consiguen el objetivo como sea, claro, sin reparar en las consecuencias a largo plazo: yo pillo lo que pueda y el que venga detrás, que arree.
Esta visión cortoplacista, meramente utilitaria, este carpe diem materialista está en el corazón de la crisis, y muy arraigado. Se percibe también en las reacciones tibias de los gobiernos -ya nos sacarán de aquí, nada de decisiones fuertes que puedan pagarse en votos- y en multitud de otras áreas: la medioambiental (todo el mundo está de acuerdo, pero nadie quiere dejar de contaminar), la demográfica (esta caída la pagaremos cara y a no tan largo plazo, pero ¿quién es el guapo que se pone a tener hijos ahora?), en la energética (estamos dispuestos a consumir la energía nuclear que importamos y de la que dependemos peligrosamente, pero no a generarla), en la enseñanza (los padres saben que deberían dedicar más tiempo a sus hijos, pero echan la culpa a los profesores, quienes a su vez se quejan del sistema) y… Mil ejemplos se podrían aducir.
Una persistente y prolongada avaricia de dinero, de tiempo, de poder y de diversión que limita hasta lo indecible la capacidad de sacrificio. El que venga detrás que arree. Y mira por dónde, detrás veníamos justamente nosotros. Decía Soljenitsin que en Occidente solo se percibía falta de coraje. Dice ahora Pennac que esta es una sociedad sin honor que ha convertido a los niños en clientes. Desde el mundo musulmán nos consideran irreverentes, fatuos y soberbios. Quizá deberíamos afrontar también esa crisis: la moral.

Actualización (14.01.09):

Antonio Garrigues Walker: Crisis y credibilidad.