La Voz de Galicia

Un matrimonio amigo me invitó a tomar café en su casa nueva en Vila Pompeia, un barrio italiano de Sao Paulo que, como ocurre con todo aquí, mezcla en realidad todas las procedencias, las edades, las razas y cualquier condición social. Esta potencia mezcladora de Brasil siempre me conmueve. Aproveché la conversación para preguntar muchas cosas. Por ejemplo, cuántos motoristas hay en Sao Paulo y cuántos de ellos son mensajeros (motoboys, les llaman). Unos seiscientos mil, de los cuales ciento cincuenta mil son mensajeros. La verdad es que impresiona verlos circular por el tráfico densísimo de las avenidas paulistas, sorteando coches, baches y personas. Pregunté también cuántos mueren: la media de muertos en el tráfico de la ciudad asciende a 4,3 diarios. Las calles de Sao Paulo producen además setenta heridos por día. Una barbaridad.
Andábamos en estas y otras conversaciones cuando llegó un socio del marido: abogado, profesor, un hombre joven, elocuente e ingenioso, con sangre portuguesa e italiana al cincuenta por ciento. Hablamos de muchas cosas, saltando de tema en tema sin darnos cuenta, hasta que caímos en lo que el llamó «el sentimiento de culpa» de los católicos. Dije lo de siempre, que esa angustia es connatural al ser humano desde sus orígenes y que, en todo caso, precisamente el cristianismo vino a aliviarla con el descubrimiento del perdón. Se extrañó y comenzó a hablar de la fe: él, decía, es muy racional y la fe no. Le dije que la fe también es muy racional. Se volvió a extrañar. Los anfitriones pensaron que nos habíamos puesto muy serios y cambiaron de asunto. Pero mi querido abogado regresó para decir que tenía una gran devoción a San Francisco de Asís. Dije riéndome: «¡Mira el agnóstico!». Y él, que pensó que no le había creído, contó una historia y abrió su billetera: llevaba tres medallas de San Francisco y una de la Virgen.