La Voz de Galicia

Me dijo: «¿Te has fijado en que los niños hablan castellano entre ellos y en vasco con la profesora?». No me había fijado. La escena había tenido lugar en alguna calle de San Sebastián: un grupo de chicos, dirigido por la profesora, desarrollaban, supongo, algún programa cultural veraniego. Sí me había fijado, sin embargo, en que se habla mucho más euskera que hace veinte años, y que la ciudad está aún más bonita que entonces y mejor cuidada, no solo los bordes de La Concha y Ondarreta, sino todos los barrios: hasta las casas de protección oficial antiguas parecen aquí otra cosa, pese a que se construyeron con planos muy parecidos —si no idénticos— a los de otras zonas.
No había reparado en que los niños hablaban vasco con la profesora y castellano entre ellos, pero tampoco me pareció extraño ni señal de algo perverso. Me gusta sentarme en un banco y escuchar a los niños hablando euskera, aunque no les entienda más que cuando pronuncian dos o tres palabras. Me parece un idioma mágico. Hace ya años, en una clase práctica, una alumna me agradeció la ayuda que le presté en el ejercicio con un «Eskerrik asko», que significa «gracias». Le dije: «¿Cómo se contesta?» La mujer debió de creer que la estaba regañando y se ruborizó: «Ah, sí, perdón, gracias». Me quedé desconcertado e insistí: «Te estoy preguntando cómo se contesta a eskerrik asko». Mantuvo la turbación y el agradecimiento en castellano. Por fin, entendí qué pasaba: «¿Que cómo se dice en euskera ‘de nada’?» Se le puso una sonrisa enorme, todavía nerviosa, y con una mezcla de alivio y entusiasmo dijo: «¡Ez horregatik!, ¡ez horregatik!».
Produce tristeza la reducción de las cosas más queridas a banderas de combate. Facilita el debate de los políticos y de sus corifeos, atrae o repele un voto irreflexivo y fácil, pero genera gañanes. Que pregunten, si no, a los belgas.

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