La Voz de Galicia

Sabía que no podría aparcar, así que paré un momento delante del crucero para que mis padres bajaran y me fui a buscar sitio unos quinientos metros más allá. Regresé contando coches. Calculé que pasarían largamente del millar. Había también algún autobús. Y bastante gente a caballo. Ya de vuelta, vi que le habían puesto muchas flores y velas a la Virgen del crucero. Lo mandó erigir el señor de Golmar, D. Pedro de Barallobre, a mediados, supongo, del siglo XVII.
Además del crucero hay una ermita, malucha, probablemente construida en dos fases, sin otra ornamentación que un retablo que se cae, sin bancos, sin nada, salvo un coro pequeño. Entré como pude, braceando entre la gente. No cabía un alma. Abundaban los matrimonios jóvenes con hijos pequeños. A mi izquierda, uno de dos años en brazos de su padre le decía a la madre: “Mira, a santiña ten unha pomba”. Sí, tenía una paloma descolorida en azules claros, de pastaflora, bajo el manto granate nuevo y liso, orlado por una puntilla dorada. Miré hacia allí: un campesino abría la cartera frente a ella. Con parsimonia, como un gran señor de otro tiempo, eligió entre los billetes y, finalmente, optó por dejarle uno de cincuenta.
La Misa había empezado. Había dos curas en el altar, uno con casulla y otro solo con alba. La gente había invadido el presbiterio y les rodeaba hasta casi apretujarlos: tenían el espacio justo para moverse. De pronto vi allí a mi padre, subido a una escalera, y me preocupó que pudiera caerse.
Seguía entrando gente que provocaba constantes movimientos en la masa. En el último, quedé a las espaldas de otro matrimonio joven con un niño aún más pequeño. Estaba distraído y me costaba seguir la misa, quizá también porque el niño aquel hacía lo imposible por tocarme la cara. Sin embargo, los demás parecían absortos: contestaban con piedad y fuerza las oraciones de la misa. De la homilía sólo recuerdo una audaz comparación del Espíritu Santo con los efectos del viento en los generadores eólicos. El último decurso de las corrientes humanas dentro de la iglesia me había arrastrado junto a la ofrenda de velas y tuve que sacarme el anorak porque despedían un calor tremendo de tantas que había. Dos chicas se acercaron para dejar también unos exvotos de cera. Vi que había más, muchos más.
Cuando ya desistía de llegar a comulgar, pillé uno de esos movimientos de la muchedumbre que me depositó cerca del presbiterio. Luego, me quedé allí, asegurando a mi padre. Descubrí entonces que había un local anejo, quizá una sacristía, completamente desnudo y lleno de gente como la nave. Fuera, otra pequeña multitud seguía la misa gracias a unos altavoces. También había mucha gente en el coro. Demasiada, quizá.
Al salir, mi padre me preguntó si quería ir a la fuente, a la que los lugareños atribuyen poderes curativos. Compramos unas rosquillas a una niña muy despabilada:
-¿Cuántos años tienes?, le pregunté
-¿Por qué?, dijo ella con mirada alegre e intrigada
-Yo pregunté primero.
-Diez-por-qué, dijo muy deprisa
-Porque eres muy buena vendedora, y su madre, que seguía la conversación, sonrió aliviada.
Allí no había nada más qué hacer: ni música ni baile ni atracción festiva de ninguna clase. Todo consiste en tres días en los que una misa sucede a otra y la gente llega, asiste a la que puede y se va. Así que nos fuimos.
Mi padre me explicó que antaño clavaban alrededor del recinto unas estacas y las unían por una cuerda en la que amarraban las yeguas. “Más de dos mil se juntaban, y había que atarlas muy juntas para que no pudieran pelearse”.
En la carretera había más coches aún. Unos llegaban y otros salían.

Al bajar el monte, reapareció la cobertura en el móvil.