La Voz de Galicia

La noticia más leída, y sobre la que más se ha escrito esta semana, narra los horrores pormenorizados del austriaco que todos conocen, y cuyo nombre se me escapa una y otra vez hacia el olvido. Influye, seguramente, mi demostrada incapacidad para leer cualquier texto que se refiera a ese asunto. He tropezado, claro, con algunos titulares y no he podido evitar las referencias al caso en ciertas emisoras de radio o televisión. Por supuesto, el drama austriaco afloró también en algunas, pocas, conversaciones. De modo que sé lo suficiente y pienso seguir sin leer nada. Es un problema de estómago: hay cosas que no leo, no miro y, a veces, ni pienso, porque me falta estómago.

Pese a vivir tan alejado como puedo de la noticia, algo inesperado me atrae hacia ella: el que, por lo que parece, bastantes coincidan en asegurar que el personaje en cuestión no es un enfermo o un loco, sino una mala persona.  Y me he sorprendido ante la irrupción repentina de una conciencia moral que parecía acorchada. En este caso a nadie se le ocurre decir que el fulano era un pobre enfermo, como pensé yo al principio. Tampoco lo han excusado aduciendo la manida consideración sobre la libertad y las legítimas opciones sexuales, tan amplias, variadas y, según algunos (pocos, la verdad), tan respetables todas, bien porque forman parte de una supuesta identidad buscada, bien porque son resultado de incontenibles herencias genéticas.

Dicen que este hombre no está loco: sabía que hacía el mal y por eso lo ocultaba. Quien hace el mal y lo exhibe, efectivamente, está loco o es un cínico perverso: carece de sentido del mal o lo ha convertido en algo sin importancia. Para que se dé esto último, se precisa la connivencia de una sociedad abotargada y consentidora, no necesariamente perversa ella misma todavía, pero capaz de dar soporte a cualquier maldad humana