La Voz de Galicia

De mi querido Pedro de Miguel, escritor, heredé muchas cosas buenas y quizá una mala: la aversión por los diminutivos. Como él, los utilizo exclusivamente en sentido despectivo. Por ejemplo, diría que los besos de Gallardón a Esperanza Aguirre (o viceversa) fueron besitos, y le añadiría a la voz un tono burlón que suelo pedir prestado de otro amigo.

El diminutivo de beso se ha generalizado. Hasta hace poco se empleaba apenas para pedirles besos a los niños. Ahora ya no solo. Se trata de un problema nuevo, derivado quizá de la multiplicación de los correos electrónicos y de la proliferación de móviles, mensajes de texto y demás. De «un saludo» se pasa a «un abrazo» y de ahí a «un abrazo grande» y luego a «besos». El plural resulta todavía inocuo, despersonalizado, genérico, mantiene las distancias. Viene luego «un beso», que suena fuerte. Y después el aumentativo, «un besazo», ya casi en desuso otra vez, porque «besitos» y «un besito» lo han desplazado hasta arrinconarlo. Por fin, en las últimas semanas se ha llegado a una fórmula estrambótica que merece, además de risa, un buen análisis sociolingüístico: «Un besito muy grande» o «un besito enorme», producto acaso de la mezcla aturullada de besos y abrazos que, finalmente, terminarán por no significar nada.

Algunos se mantienen aún sobrios y cierran con «un saludo» o incluso con el más naturalista «salud», que casi detesto. Me dicen que José Ramón de la Morena acaba su programa deportivo con una expresión clásica, castellana y delibesiana: «Con Dios», una variante suave del «adiós», tan eficaz, y tan querido, precisamente, por Pedro de Miguel.

Este desbarajuste que, como el tuteo, tanto agrede a los mayores quizá provenga de una dislocada percepción de las relaciones entre las personas. Y carecería de importancia si, como digo, no agrediera a algunas.