La Voz de Galicia
Libros, música y seres humanos
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Hay gente que tiene un nido de luz en la cara. No nacieron para el cine, el cine nació para ellos. Liz Taylor es un caso claro. Con premeditación, alevosía y toda la nocturnidad de una sala de cine. La disfrutamos en blanco y negro, y luego en color, con el brillo de las iridiscencias violetas de sus ojos azules. Liz era una roca de talento. No solo un rostro espectacular. Liz no interpretaba, era pura vida sobre la tramoya del escenario, de catarata de odio a lago de melancolía. Te hacía sentir más falso a ti emboscado en el patio de butacas que a ella en el paño de la ficción. Flanqueada por sus dos Oscar y por su Richard Burton, nos mirará desde el mismo cielo en el que está Gary Cooper. Liz vivió en 79 años lo que la mayoría no viviremos ni en cincuenta existencias más. Depredadora de pasión, su corazón era una planta carnívora. Vivió el amor como veneno que mata junto al galés Burton, capaz de beberse la bahía de Cardigan, aunque ella tampoco se tomaba solo las aceitunas de los martinis. Fue Cleopatra e interpretó como nadie las mentiras trepadoras con las que nos intoxicamos. Con ella, los directores no decían: Silencio, se rueda. Decían: Silencio, Liz Taylor.