Admitir los propios errores siempre es difícil y enmendarlos lo es aún más. Pero cuando las equivocaciones provocan desilusión en una niña de cinco años te queda un sabor amargo en la boca y en el corazón que solo se desvanece intentando subsanar el fallo. A ver, que me lío. En realidad quiero compartir un episodio que preferiría no haber vivido, pero que me hizo darme cuenta de que muchas veces las madres (y los padres) no somos totalmente conscientes de las cosas que en realidad importan a los niños.
Hace algunas semanas me despedía apresuradamente de mi hija para evitar llegar tarde al trabajo. Tras el abrazo prolongado y media docena de besos la niña me cogió la cara entre sus manos y me dijo:
– Mami… ¡olvidé cantarte la canción!.
– ¿Canción? ¿Que canción?
– La canción del ratón japonés mami, la que te iba a cantar anoche cuando dijiste que ya era hora de dormir.
– Pero hija, es que ahora voy un pelín tarde ¿me la podrías cantar después?
– No mamá, ayer me dijiste que después y hoy quiero cantarte la canción.
– Venga hija no seas pesada que llego tarde, ¿me la cantas luego, vale? Me voy, te quiero, que tengas buen día.
– Mami, por faaaaa
– Que no peque que llego tarde. Hala, me marcho.
Y ni lerda, ni perezosa cogí el bolso y me alejé con determinación hacia el coche pero no pude evitar voltear para despedirme otra vez. Y entonces vi la decepción en su cara y la lágrimas asomadas en sus ojos. Procesé rápidamente la imagen y descarté la intención de regresar y abrazarla porque claro, llegaba tarde, además llovía y seguramente habría mucho tráfico en la maldita rotonda de Sabón.
Así que ahí se quedó la niña con las lágrimas deslizándose por las mejillas mientras yo corrí hacia el coche sin dejar de pensar en mi hija. Me sentía como una de esas caquitas con ojos del Whatsapp. Y en uno de esos extraños (y escasos) momentos de iluminación espiritual pensé: ¡Que le den al tráfico y a la rotonda!.
Dejé el bolso en el coche y me volví corriendo a la cocina, abracé a la niña y le dije: «¿Me cantas por favor esa canción del ratón japonés?».
Ella comenzó a cantar mientras la cara se le iluminaba con una sonrisa. Tengo que admitir que la canción es entrañable pero larga de carallo, así que echando mano de toda la paciencia disponible la escuché con atención con la sonrisa bobalicona que ponemos las madres orgullosas.
Y sí, llegué tarde, pero no me arrepiento. Mientras conducía a toda leche rumbo al trabajo iba cantando a todo trapo: «El ratón japonés zapatea con los pies, lleva la colita al viento y las medias al revéééééés».
Genial la historia! me la apunto para contarla 🙂