Me gustan las vísperas de Reyes, con toda esa gente en la calle, nerviosa, apurando las últimas compras y las penúltimas ilusiones, esa gente que se apelmaza en las aceras aguardando el paso de la cabalgata, con los niños subidos a los hombros, con mil respuestas preparadas para otras mil preguntas. «¿Y tú qué le has pedido a los Reyes?» Algo que no me echarán, quizá porque no he sabido portarme bien. He pedido la abolición completa de la pena de muerte en el mundo. Llevo varios años pidiéndola y parece que algo mejoramos. Se van apuntando a la abolición más países, más estados de los Estados Unidos, más instituciones internacionales. Parece que, aunque poco a poco, vamos cayendo en la cuenta de que no tenemos derecho a decidir sobre la vida de otros, que no nos pertenece, ni siquiera cuando se trata de un reo confeso de crímenes abominables. No, no tenemos derecho a matarlo o a matarla por mucho daño que nos haya hecho. Entender esto es importante y nos ha costado muchos siglos de progreso moral.
Pero aún falta mucho. Por eso se lo pido año tras año a los Reyes Magos. Porque esta misma semana nos han facilitado los datos de abortos en España y la cifra, que ha crecido por encima del diez por ciento, es terrible. Se vuelve ominosa vista desde otro ángulo: una de cada cien posibles madres ha abortado. Y esos cien mil niños españoles, cuarenta y tres millones en todo el mundo, no nos han hecho nada. Ni siquiera necesitaríamos enredarnos en disquisiciones sobre la justicia y la legítima defensa de la sociedad, como ha ocurrido durante siglos con la pena de muerte. Los matamos y punto, en los mismos países avanzados que claman con toda justicia en favor de la abolición definitiva de la pena de muerte.
A mí, en la cabalgata de hoy, me van a faltar unos cien mil niños. Me muero de vergüenza.
(5.enero.2008)