Raramente leo novedades editoriales. No tengo prisa para perder el tiempo. Solo me animo con títulos recomendados por personas de cuyo criterio me fío. Así me llegó La cena, del holandés Herman Koch, una historia que no va de lo que parece. Quizá el autor tampoco sabía lo que estaba escribiendo, algo que hablaría muy bien de su honestidad literaria: sospecho del novelista que tiene demasiado claro su mensaje.
El argumento caracteriza lentamente a sus actores, de modo que solo al final los conocemos del todo. Koch juega con el lector, lo acerca y lo aleja de los protagonistas, con los que resulta fácil simpatizar: cultos, modernos, críticos de casi todo desde una visión acerada que el lector puede compartir, hacen ostentación permanente de una sencillez que, en realidad, resulta en sofisticación, como esos despeinados que requieren muchas horas de peluquería. Un retrato preciso de cierta clase de individuos que proliferan en la espuma intelectual y no tan intelectual de nuestros días, gente que en el fondo desprecia o ignora su cultura y se construye un montaje paralelo detrás del cual apenas queda nada, salvo la mera ironía y la crítica como sistema.
O peor, quedan solo instintos, que aun siendo muy naturales y, por tanto, buenos -me refiero, por ejemplo, al instinto paterno o materno-, degeneran en simple brutalidad si se los priva de una mínima solidez moral. Koch presenta el problema del proceso de embrutecimiento disimulado por el envoltorio llamativo de un refinamiento aparente, de una elegancia impostada. El final de La cena produce esa perplejidad tan propia de quien rechaza las consecuencias sin reconocer las causas.
Publicado en La Voz de Galicia, 5.abril.2014
Los hijos, queramos o no, nos retratan. Muy buen libro.